Es mucho lo que se ha escrito en torno a este reconocido principio del derecho público francés. De su origen se advierte que, lejos de enmarcarse en una corriente filosófica, el mismo se adscribe, más bien, a un puro ejercicio de pragmatismo ante las aprehensiones de unos revolucionarios franceses que lo abrazaron como solución a una problemática surgida en el contexto histórico francés: la de los parlamentos judiciales. Insisto, dicho principio no parece encontrar cultores en una determinada escuela de pensamiento jurídico. Nadie siquiera reclama su paternidad. Pero lo cierto es que su incidencia en el devenir de la construcción de un modelo de control jurisdiccional del poder resulta incuestionable. Fue y sigue siendo el punto de partida de un modelo que todavía retumba hasta nuestros días; aunque, justo es decirlo, no con la fuerza paradigmática con la que originariamente se le distinguió.
No podría catalogársele, en sus inicios, de principio. Surgió como una regla de derecho en el seno de una legislación que, con dotes codificadores, reguló la importantísima “organización judicial”. Porque la Ley “16-24 de agosto de 1790” —donde se plasma por vez primera— no era un marco normativo destinado a reglamentar, con aires de especialidad, el control jurisdiccional de los poderes públicos. Era la primera legislación, ya en la etapa pos-revolucionaria, que implantaría las bases organizacionales del ya relevante aparato judicial pre-revolucionario (mismo que encontraría sus antecedentes en el repelido “Ancien Regime”) y la que también seguiría diciendo que la justicia se impartía “en nombre del Rey”. Su objeto, en términos estrictamente jurídicos, era regular la “organización judicial”. Y para ello dispuso de doce títulos, ninguno de los cuales se refería a un orden judicial excepcional que tratase el control de la naciente “administración pública”.
Lo único que reglamentaría el control de la función administrativa —en la visión tripartita del poder bajo la mejor lectura montesquiana— era un artículo contenido en el título segundo de dicha legislación (la Ley “16-24 de agosto de 1790”): el título en el que se encontraban las “reglas” de los “jueces en general”. Y allí, en su artículo 13, se desprendería la más excepcional de las reglas comprendidas en ese título y la que supondría el desconocimiento de la ilustrada lógica montesquiana de la “separación” de poderes por la de una absolutista “división” (no ya la “simple separación”) de éstos: Las funciones judiciales son independientes y permanecerán siempre separadas de las funciones administrativas. No podrán los jueces, sin incurrir en delito de prevaricación, perturbar de ninguna manera las operaciones de los cuerpos administrativos, ni citar ante ellos a los administradores en razón de sus funciones. La Ley del 16 fructidor año III de la “Revolución” (1795) también iría por esos cauces: Prohibiciones absolutas pesan sobre los Tribunales de conocer de los actos de la Administración, de cualquier especie que sea.
Hubo de esperarse hasta la Constitución del denominado “Año VII” de la “Revolución”, aprobada el 24 de diciembre de 1799 —aquélla que estableciera el “Consulado” con Napoleón a la cabeza—, para encontrar una regulación mínima del contencioso administrativo francés. El artículo 41 del título IV de esa Constitución consagró el renacer de un instituto ya conocido en la dilatada tradición jurídica francesa: el Consejo de Estado. Y en su artículo 52 se establecería una nueva atribución de ese renovado Consejo de Estado: Bajo la dirección de los Cónsules, un Consejo de Estado está encargado de redactar los proyectos de ley y los Reglamentos de Administración Pública y de resolver las dificultades que se presenten en materia administrativa. La última parte del texto es lo que ha de interesar ahora: …y de resolver las dificultades que se presenten en materia administrativa.
Nueve años transcurren, pues, desde la afirmación del artículo 13 de la Ley 16-24 de agosto de 1790 y el artículo 52 de la Constitución del 24 de diciembre de 1799. Un lapso en el que, no solamente se suprime la posibilidad de que la judicatura ordinaria juzgase a la Administración, sino que tampoco se dispuso qué ocurriría con aquellas controversias que involucrasen la función administrativa. El dualismo jurisdiccional no existía todavía. No hubo un sistema para resolver esos conflictos durante ese tiempo y lo que se dispuso en 1799 no vendría a ser, ni de cerca, el modelo de control de lo contencioso que se conoce hoy día. La “justicia retenida” salía a la luz en 1799. La “justicia delegada”, ese “dualismo jurisdiccional” a plenitud, habría de esperar todavía hasta el 24 de mayo de 1872.
Significativo es entonces que durante dicho periodo no hubo ninguna disposición que estableciese ni siquiera el sistema de justicia retenida. Lo único claro era que el juez ordinario no podía “juzgar a la Administración” so pena de hacerse reo de prevaricatio. Las escasas referencias históricas dan cuenta, sin embargo, que esa no era la intención de los redactores de la primera oleada constitucional revolucionaria. Los “constituyentes” de 1789 tenían la idea de seguir los criterios expuestos en los cuadernos de quejas (“cahiers de doléances”) —instrumento de consulta popular de larga data en Francia y de obligado seguimiento bajo la égida revolucionaria—, en el sentido de “confiar el contencioso administrativo al juez ordinario”, en palabras de Binzcak (en sus reflexiones históricas sobre el origen de la solución adoptada en la “Ley 16-24 de agosto de 1790”). En ese orden se destacan, en un primer momento, el reporte Bergasse del 17 de agosto de 1789, en torno a la “organización del poder judicial”, y, luego, el informe de Jacques Guillaume Thouret, del 22 de diciembre de 1789, proponiendo ambos, principalmente, la supresión de la casi totalidad de las “jurisdicciones de excepción” —contraviniendo cualquier idea de “jurisdicción especial independiente”—, para culminar después con el planteamiento, tildado de contradictorio, de creación de “tribunales departamentales administrativos” adscritos, eso sí, a la “autoridad judicial”.
Esto último desdice la afirmación común de que Thouret habría sido el propulsor ideológico de la “separación de la función judicial y la función administrativa” en la legislación de 1790 ya comentada. Thouret —al igual que Sieyes, a quien sí se le atribuye una intensa defensa del principio— jugó un papel estelar en la conformación de la nueva “organización judicial posrevolucionaria” francesa. Le tocó finalmente impulsar la aprobación en la asamblea del proyecto de ley, el cual originariamente tendría un “Título XIII” que, al igual que la solución dada para los “tribunales de comercio”, contendría lo que Thouret había previsto para el tema contencioso administrativo: una jurisdicción administrativa de excepción, dentro de la “autoridad judicial”, con “tribunales departamentales”. Pero ese “Título XIII”, que era, en definitiva, lo que guardaba más afinidad con la separación montesquiana de poderes, nunca vio la luz. A eso se refiere Binzcak al hablar de ese misterioso “silencio” en torno al repentino cambio del proyecto legislativo en julio de 1790 —con Thouret apoyándolo, aun en contra de su criterio— que suprime el citado “Título XIII” y plasma la redacción que se incluiría en el artículo 13 de la Ley 16-24 de agosto de 1790.
A partir de ahí surge el cuerpo ideológico que posibilitaría el surgimiento del “principio” de “separación de funciones judiciales y administrativas”. Volveremos sobre estas reflexiones en una próxima entrega.