Hace quinientos años, en 1513, Nicolás Maquiavelo escribió El príncipe. Desde entonces, esta obra ha servido de fundamento para la tradición política autoritaria.
El pensamiento de Maquiavelo se coloca en los antípodas del paradigma aristotélico. Aristóteles concibió el bien común como la finalidad de la política. Desde su perspectiva existe un vínculo indisoluble entre la política y la ética. El sentido del ejercicio del poder yace en la práctica de la virtud. Sin ella, el accionar político se corrompe y se diluye el proyecto de la convivencia y la felicidad ciudadana.
Por el contrario, Maquiavelo concibió la política como un ejercicio de autoperpetuación en el poder. El príncipe implica un catálogo de máximas cuyo propósito es señalar lo que debe hacer un gobernante para consolidar su mandato. En dicha obra se produce un deslinde entre la ética y la política, ninguna consideración de carácter ético interfiere en el proyecto del poder por el poder mismo.
De ahí que Maquiavelo aconseje al príncipe romper sus promesas cuando sea necesario, a no cumplir su palabra si las condiciones que lo motivaron a comprometerse han desaparecido. De igual manera, aconseja al gobernante el derramamiento de sangre si lo ameritan las circunstancias y en sentido general, “a saber hacer el mal cuando hay necesidad de ello”.
Maquiavelo señala el largo camino del autoritarismo político. La vocación de autoperpetuación en el poder es una de las características que definen la práctica política autoritaria. Para realizar esta vocación se requiere de la concentración de la riqueza, de lograr la homogeneidad de las conciencias, de la anulación progresiva y sistemática de todo esfuerzo de alterabilidad. Una sociedad democrática saludable posee mecanismos reales para impedir semejante supresión, para socavar los intentos de autoreproducción que identifican a los programas políticos con vocación de poder. Por el contrario, una sociedad autoritaria es la exitosa proclamación de que todo proyecto político alterno es un acto de traición, de disolución, o de salto al vacío.
Para Maquiavelo los seres humanos son malagradecidos, inconstantes y simuladores. La tradición del pensamiento autoritario ha justificado siempre su utopía del orden sobre el supuesto antropológico de que los seres humanos son incapaces de hacer el bien común, de autogobernarse y establecer por sí mismos relaciones de convivencia pacífica.
Lo que enmascara esta concepción filosófica es que, aunque semejante perspectiva fuera verdadera, sólo mediante mecanismos de criticidad, de debate público y de ejercicio democrático es posible enmendar los errores de la condición humana.
“El regulador” requiere ser regulado y ningún modelo de organización política puede evitar los excesos del ejercicio del gobernante autoritario.
En la América Latina de hoy debemos recordar esta enseñanza de la historia, pues vivimos tiempos donde el culto a nuevos príncipes se está convirtiendo en una especie de epidemia colectiva.