Era principios del ocaso del día, sin embargo, los bravos rayos del verano, lo  hacían lucir en plena juventud. Chucho, como se le conocía en el barrio, cavilaba mientras se dirigía silencioso al enorme tronco seco que servía de asiento a los ocupantes de la casa, mismo  que junto a sus esperanzas yacía tirado al fondo del extenso patio.

Su estado de ánimo le colocaba entre la ansiedad, el miedo  y el inmenso deseo de poder llevar con una frecuencia aceptable,  unos pesitos a doña Mecho. Señora que le había criado desde el día en que su madre decidió ir al Este del país  en busca de una vida abundante que nunca pudo obtener; además de ello, soñaba poder estar a la vanguardia con los menesteres que este tiempo identifica a los muchachos del barrio.

Imbuido en esa mezcla de humores, era extraño ver como sonreía a la imaginación  de lo que pudiera tener un hombre que a pesar de muchas cosas, sueña con alcanzar una vida digna, esa que se forjan los hombres, y por la que terminan horondos al pensar que todo ha sido fruto de su propio esfuerzo.

No era para menos, pues hacía ya varios meses que el joven bajo  los influjos de la modernidad, animoso y deseoso de cambiar su vida, y, cubierto por el implacable manto del sol, caminaba como divagando  las avenidas y carreteras del gran Santo Domingo, irrumpiendo Centros Comerciales, Zonas Francas y todo tipo de empresas; tratando de conseguir lo que cualquier mozalbete a su edad anhela. “El  primer empleo”.

Las esperanzas fueron tantas como sus necesidades mismas, tan falsas como las ofertas colgadas en los diarios, tan lejanas del empleo, como su vida de la abundancia y tan falsa como los sueños de la gente cuya desgracia es negocio para políticos corruptos. Falso fue todo aquello que tuvo que recorrer el iluso lozano.  Falso como el Estado mismo, incapaz de enfrentar con políticas públicas de inclusión situaciones como esa y otras tantas.

Doña Mecho adornada con una paciencia envidiable y una sabiduría rica en experiencias, se notaba angustiada, pues no estaba acostumbrada a ver su crío merodear a esas horas el frondoso huerto. Le preocupaba la quietud que le acompañaba  al joven, notablemente distante, no obstante, su notable cercanía.

Chucho había logrado por fin una oferta de empleo. El  trabajo era sumamente sencillo, no había por qué estar preocupado. ¡Ánimo!  Se decía para sí, mientras calculaba los cuantiosos beneficios que tendrían él y doña Mecho después de que se afianzara en sus labores. Tomó un sorbo de aire, como queriendo con ello enfriar el fuego que alteraba su pecho, exhalándolo de inmediato, suave y delicadamente por las fosas nasales, cual si fuera un ejercicio de yoga.  Miró a su alrededor, mientras acariciaba su cara pálida y velluda; rememorando con añoranza los días de su niñez.

Tomó el bulto que se había preparado para la faena. Caminó apresurado al lugar donde lo pasaría a recoger el vehículo destinado a tales fines, miro atrás por un instante y pudo percatarse de una sombra viviente que no permitía a la luz penetrar por la puerta de su hogar.  Recordó de pronto que no se había despedido de su abuela, la que articulaba ademanes en señal de su amor por el joven.

Ya dentro del automóvil, y después de unos cuantos detalles que le esbozaba un compañero repetidas veces, en alusión a lo que tenía que hacer al llegar al lugar indicado, recibía unas cuantas herramientas que le servirían para realizar el trabajo con el menor de los inconvenientes. No apartaba de su mente la ilusión existente de saberse independiente, recién cumplido los dieciocho.

A cien metros del lugar de trabajo, se encontraba una joven que le entrevistó amablemente en una de las empresas dedicadas al comercio y en la que él, en los afanes de mejorar su vida había solicitado empleo. La reconoció y a seguidas, la bruma invadió sus ideas y apenas atinaba a escuchar, como un susurro la voz del entrenador  pasando balance a las indumentarias entregadas… ¿Capucha? Sí. ¿Guantes? Sí. ¿Soga? Sí. ¿Pistola? Sí. ¡Suerte en tu primer empleo!