En su alocución del miércoles 9 del presente mes, el presidente Luis Abinader proclamó en tono enfático: “pondré en marcha mecanismos que blinden el texto constitucional de cualquier intento de convertir las aspiraciones personales en norma constitucional”.
El anuncio del gobernante constituye un anticipo de lo que será su propuesta a la nación para la cuadragésima reforma al texto constitucional en 176 años de historia republicana.
La Constitución dominicana, igual que todas las que proclaman un Estado Social y Democrático de Derecho, debería ser recelosa y rígida frente a la posibilidad de su reforma. De ahí que los límites materiales y formales que se requieren para su enmienda deben ser reforzados.
El primer prurito procedimental que aparece en nuestra Constitución está referido a la manera cómo puede llevarse a cabo la reforma y en ese tenor se dispone que, “sólo podrá hacerse en la forma que indica ella misma y no podrá jamás ser suspendida ni anulada por ningún poder o autoridad, ni tampoco por aclamación popular”.
Por esa razón, el artículo 269 preceptúa quiénes pueden de manera exclusiva proponer la ley que declare la necesidad de la reforma constitucional, estableciendo la procedencia de la iniciativa si la misma emana del Congreso con el apoyo de la tercera parte de los miembros de una u otra de las cámaras o si procede del Presidente de la República.
Aquí es importante destacar que aunque esa competencia está en manos del Congreso, dicha iniciativa de ley no es la ordinaria, puesto que aunque parcialmente coincide con la del artículo 96 de la Constitución, impide que un legislador en solitario pueda activar una propuesta de reforma, a la vez que excluye otros actores como la Suprema Corte de Justicia, la Junta Central Electoral o la iniciativa legislativa popular contenida en el artículo 97 constitucional.
Es evidente, pues, que la Constitución dominicana procurara garantizar un cierto matiz de legitimidad a esa “iniciativa constitucional de ley” y ha querido que descanse en los hombros de los representantes del poder constituyente originario, quienes son receptores auténticos del sufragio universal; y no en las personas que encarnan la titularidad de poderes derivados o de las voces directas de los ciudadanos.
Sobre este último aspecto, coincidimos con el profesor Cayetano Núñez Rivero, quien al hacer un enfoque de esa problemática afirma que la Constitución dominicana ha concedido una importancia cautelar a este procedimiento y busca alejarse de la idea de que el mismo puede ser utilizado de “forma un tanto improvisada y coyuntural, de manera que la propuesta pueda convertirse en un sistema de petición permanente, sin la necesaria ponderación y serenidad”.
Controles que no sólo están establecidos para los legisladores, sino también para el propio Presidente de la República, quien no puede observar la ley una vez votada por el Congreso aunque esté en desacuerdo con la pieza ordinaria.
El carácter procesal constitucional de la ley no está en discusión; sin embargo, el procedimiento por mayoría absoluta (mitad más uno de los legisladores presentes en cada cámara) que adopta para su aprobación contrasta con la rigidez de contenido de la norma que se aprueba, la cual no permite a la Asamblea Nacional Revisora ampliar el objeto de la reforma.
Esas y otras razones relacionadas con los límites tangibles e intangibles de la reforma han sido el caldo de cultivo de un debate de la doctrina constitucional sobre la interpretación que –a decir de algunos- ha dado el Tribunal Constitucional a una jurisprudencia preconstitucional (2010) de la Suprema Corte de Justicia (SCJ), en el sentido de que dicha ley es ordinaria.
El recientemente fenecido jurista e historiador Adriano Miguel Tejada hizo esas matemáticas congresionales en su columna del matutino Diario Libre. Según el profesor Tejada, bastarían 96 diputados de una matrícula 190 para reunir la Cámara Baja, la que aprobaría la ley con 64 legisladores.
En el caso del Senado, de 32 senadores, 17 reunirían la cámara y 12 aprobarían la ley de reforma.
Ya en la Asamblea Nacional Revisora, el quórum se conformará con la presencia de más de la mitad de los miembros de cada una de las cámaras y sus decisiones se tomarán por mayoría de dos terceras partes de los votos.
Sobre la reserva material de ley que exige la Constitución para la convocatoria es importante resaltar que el texto dominicano es un trasunto de la Carta Política española de 1978, que, a su vez, se modeló en la francesa de 1958 en materia de fuentes normativas.
En ambas naciones el abordaje de las leyes orgánicas (de mayoría calificada) se ha dado desde distintas perspectivas: a) partiendo de las materias que regulan; b) su superioridad jerárquica; c) las mayorías que se exigen para su aprobación; d) una interpretación extensiva a materias conexas igualmente complejas y, e) posiciones eclécticas.
De lo que no cabe duda es que estas leyes tienen por objeto blindar ciertas materias constitucionales y de desarrollo legal que requieren un consenso más intenso que las ordinarias, como es el caso de una ley que declara la necesidad de la reforma constitucional.
Si analizamos el procedimiento de convocatoria del país que dio origen a esta tipología de normas en nuestro ordenamiento constitucional, constataremos que en España la ley que declara la necesidad de la reforma es orgánica.
Por ahí debería empezar el diseño de los candados para blindar la reforma constitucional.