En el mes de junio del presente año Nayib Armando Bukele Ortez fue juramentado presidente de El Salvador por un período de cinco años luego de ganar las elecciones presidenciales con el 53,3 por ciento de los votos válidos. Bukele, con apenas 37 años, se ha convertido en el presidente más joven de la historia de El Salvador y el más popular de América Latina según la consultora mexicana Mitofsky. En sus primeras semanas de gobierno, Bukele inició una campaña en contra de los exfuncionarios del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), -partido político del expresidente Salvador Sánchez Cerén-, destituyéndolos a través de su cuenta de Twitter. Pero estas destituciones no han sido las únicas medidas adoptadas por Bukele por medio de esta red social, sino que además realizó recortes presupuestarios con la disolución de cinco secretarías de la presidencia. Estas decisiones administrativas han sido adoptadas junto con tuits jocosos que han hecho de Bukele el “presidente más cool del mundo”. 

La campaña de “regeneración política” y las “ordenanzas digitales” de Bukele han incrementado su popularidad en Centroamérica, por lo que es cuestión de tiempo para que su técnica de decisión política se expanda a otros países. Pero, antes de perdernos en esta “vorágine informativa”, es importante indicar que la adopción de políticas públicas a través de las redes sociales pone en juego la autoridad de la oficina de la presidencia, que es la institución encargada de desarrollar los procesos deliberativos y las normas de autocontrol (“self-constraining norms”) que cimientan la propia presidencia. Y es que, en un sistema presidencialista, el Poder Ejecutivo no es sólo la persona del presidente, -el cual es quien controla las metas y los objetivos de la presidencia-, sino que además está compuesto por una infraestructura institucional que legitima la autoridad presidencial. En otras palabras, la responsabilidad ni comienza ni termina con el propio presidente, sino que recae sobre una institución que es capaz de ser desvinculada de las decisiones impulsivas adoptadas por el presidente a través de sus redes sociales.

Tal y como explica Daphna Renan, es la oficina de la presidencia que justifica el otorgamiento de tanto poder a una sola persona. En sus propias palabras, “un presidente armado con capacidades nucleares, supervisando un extenso código penal y con amplias potestades administrativas sólo puede ser tolerado en nuestra cultura, o entendido por muchas elites legales y políticas como constitucionalmente legítimo, a menos en parte por las normas de autocontrol que cimienta la propia presidencia” (Daphna Renan, When the President in at war with the Presidency, 20 de julio de 2018).

Ahora bien, es importante señalar que la distinción entre la persona del presidente y la oficina de la presidencia no resulta una tarea sencilla. Esto en el entendido de que no existe en la Constitución ni en las leyes ninguna disposición que regule las prácticas deliberativas, los compromisos sustanciales o las normas de autocontrol que componen a la oficina de la presidencia, sino que dichas características se encuentran determinadas, como bien señala Jon Elster, en “normas constitucionales no escritas” de comportamiento político que históricamente se han introducido en el sistema jurídico. Es decir que se tratan de normas no vinculantes o de soft law que su observancia legitima la autoridad presidencial, pues determinan el comportamiento previsto por los electores. Por ejemplo, en los Estados Unidos, el presidente debe ejercer juicios considerados e informados sobre cuestiones importantes de orden nacional y de política exterior, lo cual constituye una regla no escrita que se desprende del artículo II de la Constitución estadounidense. Por tanto, en el caso de que el presidente adopte decisiones impulsivas o desinformadas, éstas podrían ser consideradas como “un comportamiento presidencial anormal” (Daphna Renan) y, en consecuencia, fuera del proceso institucional.

La imprecisión de los elementos estructurales de la oficina de la presidencia genera grandes dificultades que tensan la relación existente entre la persona del presidente y la oficina de la presidencia. Una primera aproximación a esta tensión lo hizo la Corte Suprema de los Estados Unidos en el caso Trump v. Hawaii, en el cual los jueces promovieron distintas visiones sobre la autoridad presidencial. Para el Juez John Roberts, por ejemplo, “se debe considerar no sólo las declaraciones particulares de un presidente, sino también la autoridad de la propia presidencia”. Es decir que para la opinión mayoritaria aportada por el Presidente de la Corte Suprema, la oficina de la presidencia es una infraestructura institucional que es autónoma del animus presidencial, de modo que su legitimación se sustenta en los procesos deliberativos, las evaluaciones empíricas y sus competencias institucionales. En cambio, para la jueza Sonia Sotomayor, la presidencia debe entenderse como una “unidad” ejecutiva, debido a que el presidente tiene poderes informales para dirigir a toda la oficina de la presidencia.

Partiendo de una visión institucionalista de la presidencia, podemos afirmar que las decisiones adoptadas por Bukele a través de Twitter, al igual que los tuits de Donald Trump, ponen en juego la autoridad de la oficina de la presidencia, pues parten del ánimo de la persona del presidente y no de un proceso institucional legítimo. En definitiva, las “ordenanzas digitales” impiden distinguir entre los deseos personales del presidente y las decisiones consensuadas en base a procedimientos deliberativos, lo que, a mi juicio, deslegitima la autoridad de la institución de la presidencia.