Que el pueblo decida. Eso fue lo último que dijo el presidente Abinader sobre el aborto. La dirección del PRM y del PLD están a favor de las causales, incluso el propio presidente lo está, pero los votos en el Congreso Nacional no. Hay una brecha entre lo que piensa el primer mandatario y los partidos políticos con lo que piensan los legisladores. A continuación, algunas reflexiones y opiniones sobre el tema que ahora coloca al presidente en una encrucijada y que sitúa a República Dominicana dentro del «top 25»: países que no permiten el aborto en ninguna circunstancia.
Aunque se supone que los candidatos al Congreso Nacional se inscriben, compiten y se postulan por un partido político porque coinciden con su ideología y visión de país, y que, por tanto, sus posturas deberían ser más o menos coherentes con las de su partido, en República Dominicana el voto por los diputados y senadores se materializa tachando la cara y nombre del candidato, más que los colores, logo o siglas del partido. Eso permite que, dentro del espectro ideológico de un partido político, un candidato pueda moverse de un lado a otro sin que coincida completamente con el pensamiento de los altos dirigentes. Por esa razón, no debería ser tan descabellado que los legisladores no siempre coincidan del todo con las posturas del partido político al que pertenecen.
Lo que sí es sorprendente es que la postura oficial o institucional de los dos partidos políticos más grandes del país —el PRM como oficialista y el PLD como opositor— sea a favor de las tres causales del aborto y que, de alguna forma, no existan los votos suficientes para aprobarlas. Es como si lo que piensan los partidos políticos como instituciones poco tiene que ver con lo que piensen sus militantes. Esto pone de manifiesto que la ideología, valores y visión de país de un partido político en República Dominicana no son cosas necesariamente importantes para los candidatos decidir postularse, ni tampoco para los partidos políticos apoyar a sus candidatos. Son puras máquinas electorales… Es una de las razones por las cuales es tan común ver candidatos y políticos pasándose de un partido a otro, incluso opositores, y partidos que se alinean y se separan con otros.
Quizás por esa razón el campamento de quienes protestan a favor de las tres causales se encuentra frente al Palacio Nacional y no en el Congreso. La posición del presidente es conocida, incluso antes de las elecciones, y tiene la influencia y poder suficiente como para virar la dirección de su bancada hacia el apoyo de las causales. Claro, dirían algunos que, por el tema de la separación de poderes, el Poder Ejecutivo no debería entrometerse en los asuntos propios del Poder Legislativo. Esto es cierto cuando son atribuciones propias del Legislativo, particularmente las de fiscalización y control sobre el Ejecutivo. No obstante, partiendo del sistema de pesos y contrapesos, la Constitución le reconoce al presidente la atribución de proponer leyes y promulgar las que apruebe el Poder Legislativo, y observarlas también.
Por esa razón, que el presidente le diga al Congreso Nacional que observará el Código Penal si se lo envían sin las tres causales, o que busque activamente el voto favorable de los legisladores, no es entrometerse. Es una forma de incidir en el proceso político de aprobación y promulgación de las leyes del que es parte. Además, esa postura firme y rol activo del presidente, particularmente antes de que la ley llegue a su escritorio, podría bien servir para incentivar a los legisladores y a los partidos políticos a dialogar y tratar de buscar consensos, especialmente si ambos partidos están oficialmente de acuerdo. No es «bajar línea» ni imponer criterios. Es dialogar, convencer y persuadir.
De hecho, el poder e influencia del presidente no es lo único que haría más fácil el consenso. Por lo visto, se está de acuerdo en que la vida de la madre debe protegerse si el embarazo pone su vida en riesgo. Algunos sostienen que ya, incluso sin las causales, la vida de la madre se prioriza en estos casos y que desde antaño se cumplen protocolos con esa misión. Si esto es así, incluir esa causal no debería ser problema. Por supuesto, casos como los de Esperancita nos recuerdan que no es del todo así.
Además, si la razón detrás de no incluir las causales es proteger el «derecho a la vida» del feto, la segunda causal de las malformaciones graves certificadas por médico que hagan inviable la vida del feto tampoco debería ser problema. Ya ahí no hay «vida» que proteger. El feto morirá, si es que ya no ha muerto. El tema o el debate más interesante estaría con la violación. Ahí, en principio, la vida de la madre no corre peligro y el feto nacería vivo. Sin embargo, la intención de la mujer en ese caso no era quedar embarazada. Su intención no era generar vida. De hecho, su intención ni siquiera era tener relaciones sexuales. Obligar a la mujer a parir el producto de su violador la convierte en una máquina de gestación y no en una sujeta de derechos fundamentales. Obligarla a parir la despoja de su dignidad e integridad psíquica, y la deja sin capacidad de elección.
Muchos legisladores están en contra de las tres causales por motivos religiosos y convicciones personales. Esto no está mal. Incluso, muchos son electos precisamente porque sus convicciones coinciden con la de sus electores. Sin embargo, el debate, el diálogo, los datos, estadísticas y hechos pueden ayudar a estos legisladores a comprender también a quienes sí abogan por las tres causales. Una cosa es estar en contra por motivos personales o religiosos y otra cosa es quitarles a otras personas —que no necesariamente coinciden con esa creencia o convicción— su capacidad a elegir, especialmente en situaciones tan graves como las que se están discutiendo. No se está debatiendo la obligatoriedad del aborto, sino la posibilidad de elegir. Cada uno podría, según sus propias convicciones y creencias, decidir si abortar o no dentro de estas causales.
Ahora bien, no introducir en el Código Penal las tres causales bajo la excusa de que serán incluidas más adelante en una ley especial es un sinsentido o una desviación para no afrontar el problema de cara. ¿Por qué aprobar una ley ahora bajo la promesa de modificar la ley después? ¿No sería mejor aprobarla bien desde un inicio y ya? Además, si no hay consenso ahora para incluir las tres causales, nada garantiza que lo haya cuando se vaya a discutir aquella ley especial. La promesa de hacerlo después es una promesa vacía.
Independientemente, de aprobarse el Código Penal sin las causales, el presidente se enfrenta a una decisión más o menos difícil. Tendría que decidir si promulgar la ley y lograr ya un nuevo Código Penal, u observarlo y atrasar la reforma aún más, aunque enviando con ello un fuerte mensaje a favor de los derechos de las mujeres. Es decir, sería una ponderación entre la victoria de lograr la sustitución de un Código Penal del 1884, que lleva décadas discutiéndose y que sus predecesores del partido contrario no lograron, o manifestarse en hechos a favor de los derechos de las mujeres. El presidente tendría que plantearse qué tan importante es para su gobierno tener un nuevo Código Penal, y cuestionarse si vale la pena sacrificar tenerlo rápido —o no tenerlo nunca, porque existe la posibilidad de no lograr un consenso en su gobierno— por proteger los derechos de las mujeres. Lo que termine decidiendo dirá mucho al país.
Pero, al mismo tiempo, si el presidente aprueba el Código Penal sin las tres causales, es posible que, con su firma, probablemente pierda el instrumento de influencia más fuerte que tiene: el propio Código Penal, que le permitiría lograr, a la vez, la victoria de las causales y de una importante pieza legislativa. «Si quieren un nuevo Código Penal, incluyan las causales», «estoy dispuesto a sacrificar el Código Penal por las causales». Esto es así porque, por lo visto, el Código Penal es el único incentivo que ahora tienen los legisladores para debatir el tema del aborto. Claro, el asunto estaría en si el Congreso Nacional tiene los votos suficientes para pasarle por encima a la observación del presidente y hacerlo pasar una vergüenza, porque implicaría una «rebelión» de los legisladores del propio partido político que dirige. Aunque es un escenario altamente dudable, no deja de ser algo que tendría que plantearse, pues aparentemente los legisladores no coinciden con la posición oficial del partido.
Por otra parte, no impulsar la inclusión de las tres causales bajo la excusa de que es el pueblo quien debe decidir mayoritariamente, enviando el tema a un referéndum, podría ser riesgoso. Aunque sería una estrategia para estar bien con todo el mundo —los «pro-vida» porque no apoyó las tres causales y los «pro-elección» porque no aprobó el Código Penal—, podría enviar el mensaje de que, a pesar de haberse manifestado a favor de las tres causales antes, el presidente no quiere ahora meterse en rojo con nadie ni empañar su popularidad con temas controversiales, pasándole la papa caliente al pueblo. Podría terminar, así, estando mal con todo el mundo.
El problema del referéndum estaría en que, independientemente se permita o no para esta materia, se corre el riesgo de que el pueblo, actuando mayoritariamente, decida mantener esta restricción o falta de reconocimiento de derechos a las mujeres. La «tiranía de las mayorías». ¿Cómo hacer para luego incluir las tres causales si el pueblo decide lo contrario?
Esto plantea que a veces gobernar no es sinónimo de hacer lo que sea popular o lo que plazca a las mayorías, sino hacer lo correcto, aunque duela políticamente: proteger, garantizar y respetar los derechos de todas las personas, incluso si no todas las personas están de acuerdo.