(Para Andrés L. Mateo, adjetivador bienintencionado)

Todo bien con la denuncia, sustentada teóricamente en el siglo antepasado, de la “ideología del progreso”. Todo bien con la aproximación narrativa de los síntomas del régimen político y la cultura hegemónica. El problema es que esa lectura de algunos “críticos” pasa del sistema, lo ignora. Lo invisibiliza para el análisis y con ello dificulta el diagnóstico de los males. Se queda en la denuncia de las penurias de la sociedad, que objetiviza en “pueblo” y las atribuye siempre al presidente de turno, a quien eligen comorepositorio de epítetos.
Escarbar en las tesis del arielismo y llorar el fracaso hostosiano es útil en la charla de café. Pero República Dominicana necesita más que dedos acusadores. Requiere pensamiento crítico real, que permita visualizar los problemas en su dimensión.

Si bien podría considerarse la “ideología del progreso” como una coartada, quienes la denuncian serían más responsables saliendo de la visión historiológica, limitada a análisis generalistas o personalistas. Cabe aclarar que el presidencialismo “opositor”(sí) pierde el foco de la raíz de los problemas y se enreda, porque la fiebre no está ni ha estado nunca en las sábanas.

Pasan años y gobiernos y siguen los mismos problemas fundamentales y las mismas taras. Nos llevamos el pañuelo de una formalidad democrática fingida (Balaguer es “padre de la democracia”) a la nariz y empezamos a acusar. Y nadie se ha preguntado o propuesto analizar si además y detrás de las prácticas políticas que alimentan o simplemente deciden convivir con el status quo, hay un factor social determinante.

¿Por que no queremos ver que no se trata tanto de cambiar al gobierno como de empujar agendas para cambiar la sociedad que debe incentivarlo?

Hay una cultura ancestral que ha impedido que el país supere las grandes deficiencias de la tradición rentista autoritaria contra la que hemos hecho muy poco. Hay un factor importantísimo de hegemonías e intereses económicos dominantes, que heredan todas las estructuras del viejo modelo hatero.

Parecería que el presidencialismo está mucho más enraizado en algunos actores de “oposición” que en los mismos gobernantes. Pues la mayoría de los males, centenarios e hiper-complejos que sufrimos, tienen muy poco que ver con la voluntad de quien encabece el Poder Ejecutivo o de los tomadores de decisiones en general. El mal que denuncian es, por el contrario, la consagraciónde un modelo hegemónico que (con grandes retos) podríamos debilitar si en vez de denunciar desde el epíteto, entendiéramos que los gobiernos requieren de consensos para romper con las prácticas tradicionales. Y que la política y los políticos se mueven por incentivos y estímulos en los procesos de políticas públicas.

Y es que creímos que el cuento noventero de la institucionalidad (que resultó una renovación gatopardista de las élites económicas balagueristas) iba a asumir vida propia en forma de sistema democrático sin una apuesta de ciudadanía activa, preocupada por su rol de fiscalización y control de la autoridad desde la participación. La escasa construcción y articulación social es alimentada por la obsesión analítica y discursiva con los presidentes.

Ese enamoramiento desengañado es el doble opuesto del presidencialismo y es tanto o más dañino que este. Porque reduce todos los problemas públicos a la voluntad supuestamente putrefactora de una sola persona falsamente omnipotente. Y obvia el rol fundamental: la necesidad de dejar de ser habitantes que se quejan para convertirnos en ciudadanos que inciden.

Período tras período hemos perdido oportunidades irrepetibles. Porque la tradición conservadora tiene un gran aliado: el presidencialismo “liberal”“opositor”. La creencia de que cambiando presidentes y partidos cambia la realidad es ya un dogma. Y la discusión de los procesos de políticas se queda en “de qué partido tú eres”.

La opinión general exige a los presidentes que actúen en todo, hablen de todo, hagan todo y que además sean democráticos, sin incentivo y por simple impulso altruista.Está demostrado que la política funciona desde una racionalidad distinta. Si no hay una sociedad que entienda que sus relaciones consigo misma y con el Estado deben ser de otro modo, la política reproducirá los esquemas del viejo modelo, porque funciona para lo que fue erigido.

La sociedad se ha hecho escuchar y el gobierno le ha escuchado. Pero los males del sistema nos distraen de lo necesario para superarlos. Porque designar males con nombres propios y siglas, además de fácil es sexi. Esa sociedad que, junto a muchos sectores (incluido el gobierno), está atrapada en una fiesta de potentados a lo Buñuel, sin poder salir y sin entender por qué razón.

¿Por que no queremos ver que no se trata tanto de cambiar al gobierno como de empujar agendas para cambiar la sociedad que debe incentivarlo?