La doctrina del precedente no resulta aplicable a todas las formas de actuación de la Administración. Es bien sabido, por ejemplo, que no puede hablarse de precedente cuando se trate de una actuación que sea el fruto de una potestad reglamentaria. En otras palabras, no es exigible la reiteración de una norma administrativa con base a un supuesto precedente. Y esto se entiende a partir del razonamiento in concreto que habrá de hacerse en los supuestos donde se intente aplicar un precedente. Igual ocurre en ámbitos donde la consumación del acto dependa de la voluntad del administrado: el contrato público. De ahí la importancia de comprender adecuadamente la delimitación de estos institutos; de entender correctamente los contornos que se asocian al precedente.
El ámbito natural del precedente es el acto administrativo. Mas no de cualquier acto administrativo: lo es del acto en sentido estricto (Diez Picazo), sin los desentonos de extender dicha categoría a los terrenos in abstracto que corresponden justamente a las normas administrativas o reglamentarias. Porque la manifestación más propia o característica del acto administrativo —y que lo diferencia más precisamente del reglamento— es la de concretar la norma: aplicarla singularmente sobre el fundamento de la descripción típica que se haga en un enunciado normativo. No de crearla. Contrario al reglamento, cuyo principal elemento es lo abstracto de su contenido, característica que se interpreta también desde el criterio ordinamentalista (Sánchez Morón) al que aludía la doctrina para diferenciarlo aún más frente al acto administrativo. Esta delimitación del acto administrativo como manifestación de concreción encontrará quizá en el inolvidable profesor Meilán Gil su mejor cultor, cuando expresaba que la función fundamental del acto consiste en ser la última fase de concreción de los derechos y deberes que se engarzan en una norma, con capacidad, por tanto, de modalizarla, de adaptarla a las situaciones singulares y tanto cuando se actúa su ejercicio de potestades regladas como, y con mayor razón, si se actúa en el ejercicio de potestades discrecionales. Esta es la misión del acto administrativo: operar la máxima concreción de la norma, que es su aplicación singular (Meilán Gil, José Luis. Categorías jurídicas en el derecho administrativo. Editorial Iustel, Madrid, 2011, pág. 122).
Esa función de concreción de la norma—como bien lo explicara Meilán—es lo que convierte al acto administrativo en el campo natural donde se despliega el precedente. Ya lo decía Diez Picazo: “Cuando se habla de precedente se suele pensar en actos administrativos en sentido estricto.” (Diez Picazo, L. p. 31). En sentido estricto, sí, para evitar las confusiones —insisto— en las que se incurrió con las categorías de acto y reglamento, precisamente. Una confusión que cundió en el derecho dominicano en su evolución doctrinal, como siempre lo ha explicado Rodríguez Huertas, no obstante el artículo 1 de la Ley núm. 1494, que instituyó por segunda vez la Jurisdicción Contencioso-Administrativa en 1947, distinguiera el acto administrativo del reglamento, al poner este último como un parámetro de validez del primero: agregándolo, como es obvio, al sistema de fuentes, como con rigor lo explicara luego García de Enterría. De ahí que desde siempre se entendiera inadmisible extender la doctrina del precedente al poder reglamentario.
Mención aparte merece el tratamiento del acto administrativo de trámite, esto es, de aquél que se produce durante la tramitación del procedimiento y que solo tiene sentido, funcionalidad y efectos como pieza del mismo (Esteve Pardo). Se distinguen así de los actos administrativos resolutivos o resolutorios, cuya característica esencial es la dar por terminado o resuelto el procedimiento administrativo y sobre los que no habría discusión en la aplicación del precedente. Los actos administrativos de trámite tradicionalmente se dividen actos de trámite simple (o no cualificados) y actos de trámite cualificados. Estos últimos, en los cuales se admite sin mayores contratiempos el precedente, implican ir más allá de resolver un simple trámite del procedimiento (como lo sería su iniciación, por ejemplo): suponen la lesión a derechos e intereses de los interesados, como la indefensión, y, en algunos casos, la finalización del procedimiento (por ejemplo, un acto de precalificación en una licitación pública o un acto que rechace una recusación de un servidor público).
No se niega la posibilidad de impugnar el acto administrativo de trámite simple. Más bien, se condiciona a que se haga de forma conjunta con el acto de tipo resolutorio (contrario al acto de trámite cualificado, el cual sí admite separadamente su impugnación). Podría decirse que es la misma lógica de las sentencias preparatorias en el ámbito del proceso civil (también en la usanza se les denominan preparatorios a los actos de trámite). La cuestión es que el interés práctico parecería complicar la idea de un precedente en ese acto de trámite simple. No porque en buen derecho sea improcedente, pues un tratamiento desigual lo será en un caso u otro y pudiera ser indistintamente determinante en la suerte del procedimiento en sede administrativa. Lo que ocurre es que el interés por hacer prevalecer el precedente importaría para fines prácticos al acto administrativo que consumó el trato inequitativo (resolutorio), en tanto que es éste y no el de trámite simple el que origina el interés legítimo de un eventual recurrente.
También importa el tema de los contratos públicos (o administrativos), los cuales, por tratarse de un ejercicio bilateral de voluntades para su existencia, no admiten el precedente administrativo. La doctrina no ha vacilado en excluirlos, sin obviamente dejar de lado que durante la ejecución de un contrato surgen cuestiones por medio de actos administrativos distintos del contrato en sí (un buen ejemplo lo es el jus variandi, que solamente a través de un acto administrativo es posible su ejercicio, modificando consecuentemente el contrato). De la misma manera habrá que excluir el procedimiento que antecede a la suscripción de un contrato de naturaleza administrativa (y, por vía de consecuencia, de sus actos que lo conforman). El artículo 15 de la Ley núm. 340-06 es ilustrativo al establecer la regla de que en los supuestos que engloba habrá de dictarse un acto administrativo para su verificación. Se trata de verdaderos actos separables del contrato, en especial la adjudicación: acto constitutivo que hace nacer en el adjudicatario el derecho subjetivo a suscribir un contrato.
Tampoco abriría un espacio al precedente el hecho de que un contrato tenga determinadas cláusulas y que otro contrato similar no las tenga, pues con razón se ha dicho que este contrato (el estatal, público o administrativo) también se basa en un acuerdo de voluntades (Diez Picazo). Además de que el contenido de ese contrato estará predeterminado por un pliego de condiciones, el cual se aprueba, como se ha visto, mediante un acto administrativo. Pero hay cláusulas que incluso vienen impuestas por la ley como requisitos mínimos que deben contener determinados contratos públicos para considerarse válidos (dos ejemplos: el artículo 28 de la Ley núm. 340-06 y el artículo 63 de la nueva Ley núm. 47-20, sobre Alianzas Público-Privadas). En caso de contenerlo uno y no verificarse en otro, la suerte del precedente sería la misma: se trataría indudablemente de un problema de invalidez del contrato (por contrariedad a derecho), mas no derivado de un precedente administrativo.