Hasta hace unos años el PRD era sinónimo de grandeza, sentimiento, lucha, democracia, historia, poder, alegría, entre otras cosas. Nadie puede soslayar, sin importar si se era o no miembro o simpatizante de éste, que era impresionante ver las manifestaciones multitudinarias que se realizaban, connotando la fidelidad, lealtad y esperanza de un pueblo hacia un partido. Bien lo dice un alto dirigente político, “ser perredeísta es un sentimiento”.
Tan fuerte y grande era, que aún respira y vive, pese a la peste que le ha caído en estos últimos años. Peste que tiene nombre y apellido y mencionar no quiero, puesto que es desagradable mencionarlo o escribirlo. Enfermedad que sigue vigente a pesar de haber casi destruido más de setenta y ocho años de historia y de lucha por la democracia. Ese cáncer que redujo a cenizas una realidad y cambió la presidencia por unos cuantos puestos para él y algunos de sus cómplices del genocidio que está llevando a cabo.
El PRD agoniza. Digo agoniza, por respeto a un grupo de personas que no pierden las esperanzas de extirpar ese maligno tumor y recuperar lo que le pertenece al país.