Cuando hace poco más de un año la  atención mediática del país lamentablemente se concentraba en asuntos tan “trascendentales” como Martha Heredia/Vakeró, El Muerto/Gilbert, Hipólito/Fiquito y Omega/Renata entre otros, apareció en el periódico español “El País” correspondiente al 17 de enero 2013, un artículo de gran importancia para los estudiosos e investigadores de la poesía dominicana.

Se trataba de un trabajo a página entera firmado por el escritor colombiano Darío Jaramillo titulado “Poetas invisibles de Latinoamérica” en el cual hacía un inventario de los principales bardos de nuestro continente, tanto de la pasada como de la presente centuria, resaltando la diversidad de voces, tendencias así como la desdicha de que la mayoría son apenas conocidos fuera del lar nativo.

Para mi asombro había entre los citados un solo dominicano llamado Frank Báez (nacido en 1978) al cual desgraciadamente ignoraba, adquiriendo mi desconocimiento los ribetes del infortunio al leer en el párrafo final del referido artículo, que era un joven premio  nacional en su país de origen, caracterizado por su voz desenfadada y  lírica, imaginativa y lúdica, todo a la vez.

De inmediato adquirí en MATECA el único libro disponible en el mercado denominado “Postales”, enterándome entonces que había publicado con anterioridad un libro de versos “Jarrón y otros poemas” y uno de cuentos “Págales tú a los psicoanalistas” títulos provocativos que sugerían la existencia de un compatriota que al parecer se reía de sí mismo y de las cosas de su entorno.

Se trataba de un trabajo a página entera firmado por el escritor colombiano Darío Jaramillo titulado “Poetas invisibles de Latinoamérica” en el cual hacía un inventario de los principales bardos de nuestro continente

Al leer “Autorretrato,” el primer poema de la obra antes evocada, me invadió una sensación de contentamiento que hacía tiempo no sentía, y como acostumbro hacer en casos similares suspendí la lectura y cerré el libro entregándome entonces al placer consistente en imaginarme haber encontrado al fin un autor dominicano capaz de convertir en arte las cosas pequeñas e insignificantes de la vida.

El hecho de no conocerlo ni tener la más remota idea de su biografía o actividades literarias, disponía a su favor mi ánimo debido a que los prejuicios y falsas expectativas creadas por los autores conocidos con anterioridad, muchas veces entorpecen la justa valoración de una forma de narrar, de versificar, de expresarse, en fin, de lo convencionalmente llamado estilo.

Como el nombre del poema insinúa,  “Autorretrato” es un recuento factual de su vida pero sin recurrir a las metáforas, parábolas, analogías o hipérboles a que nos tienen habituados la generalidad de los rapsodas, y aunque el humor y el sarcasmo que destilan sus versos me hacían sonreír, había también en ellos una gran coincidencia entre las palabras y los hechos, un acierto indiscutible entre emoción y concepto.

Tanto en este poema introductorio como en otros del poemario en cuestión, se evidencian su extraordinario poder de síntesis, su peculiar querencia por las actividades irreverentes y sobre todo que su estilo, más que una forma de expresión es una manera de pensar y en consecuencia, un penetrante y ponderado juicio de la realidad circundante.

En una especie de haiku caribeño titulado “Maullido” resume en dos versos algo con lo que estoy de acuerdo excepto el final; dice:

No he visto las mejores mentes/de mi generación y ni me interesa.  Digo esto porque a mí sí me importaría descubrir y visualizar los más selectos espíritus de mi época, pues esto pondría de manifiesto mi perspicacia para distinguir el oro del oropel y el trigo de la cizaña.

A medida que avanzamos en la lectura el lector no prevenido se espantará al constatar ser objeto de versificación temas comunes y corrientes y a la vez extravagantes a la poesía como por ejemplo Metaldom, la OMSA, la ciudad de Chicago, Los Alcarrizos (LA) la bachata metal, Iron Maiden, el Doce de Haina, un DJ, un chino con bigotes y el antiguo colegio Maharishi.

A quienes sorprende la inclusión de asuntos tan peregrinos en un poemario debo indicarles, que a partir del momento –principios siglo pasado – en que el pintor francés Marcel Duchamp promovió a la dignidad de obras artísticas objetos triviales como una bacinilla, la rueda de una bicicleta y un par de zapatos viejos, lo sustantivo y fundamental no es el objeto en sí mismo sino la reflexión que inspira.

Todo sin excepción puede ser motivo de inspiración para un pintor, prosista o poeta con la condición de que al trabajar subjetivamente la objetividad el artista incorpore a esta última detalles solo visibles en su abstracción, en su figuración mental, metamorfosis que indujo a Frost a declarar que la poesía es la única manera permisible de decir una cosa queriendo decir otra.

No digo nada nuevo al expresar, que la poesía actual tiene poco valor estético      –contrariamente al caso de Deligñe, Bazil o Vigil Díaz– y quien vea en ella únicamente una veleidad efímera puede estar convencido de no entender no solo la poesía moderna sino también la antigua, pues la evolución conduce a lo que actualmente hace el señor Báez.

Si en un arrebato de originalidad un poeta de este tiempo expresa en un verso de inspiración surrealista que “el plenilunio es el logaritmo neperiano del miércoles  ceniza” probablemente será considerado como víctima de un rapto de locura episódica, pero el hecho absurdo de ecuacionar elementos tan heterogéneos y ajenos a la poesía, será por muchos conceptuado como un atrevimiento genial,  el testimonio de un indiscutible poder imaginativo.

Báez no incurre en audacias y osadías de este tipo, pero cuando afirma que la ciudad de Santo Domingo entera se echa a navegar; que ve un mosquito del tamaño de un caballo y al papa bailando salsa, en fin, que espera el amanecer en una azotea con ojos rojos y calzoncillos prestados, nos revela dos cosas: que la reclusión de la poesía dentro de formas arcaicas hace tiempo que pasó (componer como Campoamor y Balaguer es perder el tiempo) y que cuando un poema se inscribe dentro de la normalidad se banaliza.

Las postales que aparecen al final de su poemario homónimo, además de representar un notable esfuerzo de síntesis, de coagulación –debieron llamarse Coágulos –son en verdad sensacionales, y sería de mi particular agrado que en futuras entregas retratara gracias a sus geniales fogonazos descriptivos, figuras públicas de gran atención mediática en nuestros canales televisivos, prensa escrita y radiada.

Después de concluir la lectura de sus versos y postales me invadió la grata sensación de que la vida no es ni una tragedia ni una comedia sino más bien una farsa, y que en oposición a un rumor muy extendido en algunas tertulias del patio, sí hay talentos dominicanos en el género poético pero los mismos no pueden revelarse a través de las formas o moldes que antes pautaban la lírica expresión.

Resulta curioso que jóvenes talentos criollos como Junot Díaz y Frank Báez hayan sido reconocidos inicialmente en playas extranjeras –el primero con el “Pulitzer” en Estados Unidos y el segundo el único del país incluido en la “Antología de Crónica Latinoamericana actual” – mientras aquí vivimos entregados a lo que mejor sabemos hacer: perder inútilmente nuestro tiempo en críticas y majaderías.

Para terminar de alguna forma este artículo señalaré, que “Postales” es una obra que satisface una necesidad hace tiempo sentida por amplios sectores de la cultura nacional, y que desde la lectura de Sánchez Lamouth hace décadas el autor no experimentaba por un poeta nacional la profunda impresión generada por la voz y visión del bardo Frank Báez.