Intentamos que la muerte perdone todo, que sea la gran purificadora y absuelva a cualquier difunto de sus pecados. A partir del deceso anteponemos al nombre del finado el título de “el pobre”; calificativo que nada tiene que ver con ausencia de riquezas, sino con lástima y conmiseración. Junto al cadáver parecen enterrarse sus defectos y revivir sus virtudes. Probablemente es costumbre de pueblos católicos.
Paradójicamente, en una sociedad chismosa que gusta de la inquina, quienes mueren disfrutan de indulgencia plenaria. A partir del triste momento, se considera un irrespeto nombrar las maldades del finado. No importa quien fuera, repentinamente es absuelto y se inicia una beatificación laica.
Ese ritual del perdón de los pecados es auspiciado por la venalidad de la prensa, el oportunismo político – si es político quien muere – y la indiferencia de una sociedad acostumbrada al delito impune, y proclive al olvido. Parecería que, a partir de la muerte, no es el ocultamiento ni el silencio lo deleznable, sino el análisis objetivo de una vida. Santificar en lugar de valorar.
Pasa a ser irrespetuoso analizar objetivamente la conducta del difunto. Pocos se ocupan de pensar que, al no hacerlo, regalamos un viaje eterno con visado de “borrón y cuenta nueva”.
El cristianismo obliga a perdonar como parte esencial de la doctrina, sin consideración legal alguna. Pero ese mismo credo advierte sobre el olvido, la justificación, y la tendencia a minimizar los hechos: “El perdón es la herramienta que nos ayuda a liberarnos de cargas y a caminar livianos y felices por la vida. Nos ayuda a dejar rencores y deseos de venganza producto de una situación que nos hirió. Es bueno saber que perdonar no es olvidar, minimizar o justificar el daño”
La religión judía – más vieja y pragmática que la cristiana – ofrece una visión más racional sobre el perdón. Explica el rabino Alfred Goldsmith: “Cuando hablamos del perdón entre los hombres creemos que, principalmente, tiene que haber justicia. Alguien me hizo daño y debo apelar al sistema judicial del grupo — o del país”.
Prosigue el docto judío: “Una vez se haya dictaminado por el sistema judicial que se esté aplicando, y se determine la culpabilidad de alguna de las partes y se acepte el fallo, entonces puedo apelar al perdón”. Esta forma de perdonar debe, a mi entender, aplicarse a vivos y a muertos.
Hay algo aberrante en nuestra manera de entender el perdón y el respeto a los muertos, pues lleva implícita el olvido, la minimización y la indiferencia legal. Ignora que los que hoy no son, un día fueron. Esa ignorancia cabe menos si los que mueren ejercieron de funcionarios o fueron lideres políticos, pues es un deber colectivo – dentro del mayor respeto posible – saber si esos hombres nos enaltecieron o nos dañaron. Porque si perjudicaron a una nación entera, su memoria deberá ser repudiada. Esa responsabilidad social tiene que comenzar a entenderse.
“Que se lo dejemos a la historia”, es otra propuesta de posposición irresponsable, que mira hacia otro lado esquivando obviedades del ahora. Alegres y aliviados con estas bendiciones e hipocresías, duermen y viven tranquilos los malvados.
En nuestra sociedad, quienes participaron en maldades contra el Estado tienen garantizados certificados de absolución y títulos de “pobres fulanos y perencejos” al terminar de recibir los óleos sagrados. “Así sí es bueno”, decía mi abuela.