La lenteja es una leguminosa históricamente menospreciada a pesar de su valor nutritivo, con un fuerte acento en las vitaminas del complejo B y minerales como el hierro, con función clave en la sangre para transportar el oxígeno, producir hemoglobinas u otras tareas asociadas a la vitalidad. No es paja, no es aquel lodo ensopado, ornamentado con trozos de chorizos y “pitisalé” (panceta de cerdo) que nuestras madres nos ofrecían de almuerzo mediante la sentencia amenazante que se adelantaba al rechazo de “estas son lentejas, el que quiere come, el que no, las deja”.

El mensaje estaba claro: ¡Esto es lo que hay!

Pues bien, la Biblia, libro sagrado de los cristianos y de los judíos, sin los añadidos del Nuevo Testamento, nos cuenta una interesante y aleccionadora historia que gira en torno a esta legumbre y dos hermanos; uno con hambre que llegaba cansado del campo, llamado Esaú; y el otro, cocinero en plena acción, de nombre Jacob. El primero, primogénito con todos los privilegios que se desprendían de esa condición, aceptó ante su ruego por comida, un poco del guiso de lentejas a su carnal a cambio de ceder su primogenitura.

Vendió su liderazgo o jefatura por sucesión; su futuro y herencia por un plato de lentejas. ¡Por un plato de comida!  ¿Era tan desesperante el hambre que nubló sus sentidos? El hambre parece tener muchas formas de manifestarse y algunas de ellas no tienen nada que ver con el requerimiento fisiológico que procura alimentos para satisfacer una demanda momentánea como pudo haber sido el caso del personaje del relato religioso de marras, inspirado quizás en la necesidad de construir moralejas que, como esta, conduzcan a la reflexión de dar el verdadero valor a las cosas.

La comida, como vemos, es algo más que vianda servida. Es un instrumento sujeto a intereses que van desde el virtuoso que la  tiene, la ve y utiliza para saciar el hambre de los necesitados, hasta el que la asume como una herramienta que le sirve para edificar vías que le lleven a seducir, conquistar, convencer, extorsionar, aplastar al que no la tiene, o que teniéndola, la necesita como cualquier insaciable adicto a estupefacientes que se comporta con la glotonería enfermiza de aquellos fariseos que iban de banquetes en banquetes a comer de manera grosera para luego vomitar y volver a comer mientras hubiera comida en la mesa.

En los negocios y en la política la comida ha sido un instrumento burdo o sutil para embaucar, ya sea con un exquisito Caballo Blanco acompañado de un suculento Pica Pollo, o un vulgar Château Pétrus combinado con un repugnante Caviar de Beluga; todo dependerá del gusto aprendido del comensal por su origen social y no de lo orgásmico o repugnante que resulte el plato. La cuestión es el fetiche por la comida, por la inexplicable magia que revolotea como nimbo trémulo y reluciente en torno al cubierto.

En el banquete, muchas veces con el cerdo medio crudo y ensangrentado, bocabajo y con la fruta del pecado ocultando sus fauces, la orgía de comidas y bebidas se mezcla de forma perversa con la orgía de las traiciones: Un mercado persa que ahoga principios e historias; apuñala reputaciones; vende proyectos al detalle y en grandes paquetes; vende individuos divididos (diseccionados),  pequeñas y grandes empresas; soberanías y esfuerzos colectivos; y con ello, muchas veces, se tuerce la historia y se estupran los procesos que las fuerzas económicas, sociales y políticas sirven para que se produzca el avance y desarrollo de un país, todo a cambio del mísero plato de lentejas.