(Paradoja 1)

Cuando me enteré de su muerte, apenas a los cuarenta y tres  años de edad, no me consoló el hecho de que la causa  su deceso fuese otra inexplicablemente distinta a la  previsible. Sólo entonces comprendí por qué siempre me decía que había venido al mundo con una sentencia de muerte prematura. Sin embargo, en vez de explicarme en qué consistía dicha sentencia, prefería citarme una frase atribuida al poeta Novalis, la cual reza que “la vida es una enfermedad del espíritu”.

Lo recuerdo siempre sonámbulo, tropezando con una ciudad que siempre sabría ajena, desandando los paisajes de su apasionada fantasía, con un eterno cigarrillo en los labios y recubierto por un manto de pena del cual sabía  burlarse envidiablemente.

Era bondadoso en extremo: regalaba hasta lo indispensable para sí mismo. Siempre lo aconsejaba para que abandonara el consumo de tabaco, pero él intentaba disuadirme de mi empeño caritativo, citando la referida frase de Novalis, o reiterándome que en un mundo enfermo sin remedio no había peor insalubridad que empeñarse en conservarse sano, o volviéndome a repetir que estaba sentenciado a una muerte a destiempo.

Un día me esperó entre risotadas, con un cigarrillo en los labios y un trozo de periódico en las manos:- Mira lo que se dice ahí—me extendió el pedazo de papel, casi desencajándose a carcajadas.

Tomé el fragmento del principal periódico de Ciudad Grande y leí lo siguiente: “Un hombre de edad incierta quedó atrapado entre las llamas de un incendio que se produjo en el cuarto en que vivía, ubicado en la Zona Colonial de esta ciudad. El señor salvó  milagrosamente la vida porque el fuego no pudo consumir sus pulmones, debido a que estaban tapizados por dos  capas de nicotina”.

No tuve más remedio que acompañarlo en su risa gozosa. Y a partir del hecho, en vez de de aconsejarlo acerca de las fatales consecuencias del tabaquismo, preferí empezar a comprarle cigarrillos con frecuencia y al por mayor; comprendí que intentar rescatarlo era el peor daño que podía hacerle.

Sin embargo, varios años después, cuando se produjo lo inevitable, los caritativos médicos que lo atendieron observaron, asombrados, que sus pulmones, bronquios y de más vías respiratorias, habían permanecido inmaculados, como si el hombre nunca se hubiera llevado un cigarrillo a sus labios.