Hay toda  una leyenda negra sobre la industria azucarera asociada al uso de mano de obra haitiana en las tareas de corte y tiro de la caña. Durante años, se la ha asociado al incremento de la inmigración ilegal, bajo el supuesto de que es necesaria todavía para la supervivencia de la industria, creyéndosela principal beneficiaria de ese éxodo humano. La verdad es que ni siquiera  lo fue en los lejanos días de la década de los setenta del siglo pasado,  cuando el Estado figuraba como primer productor y exportador de azúcar,  y la industria  generaba más de la tercera parte de los ingresos de divisas. Incluso ya entonces la mayoría de la inmigración haitiana se asentaba en otras  faenas agrícolas, como la siembra y recolección de arroz y el cuidado de otros cultivos intensivos.

Es cierto que la industria estatal  creció en base al empleo de esa mano de obra barata. Pero curiosamente ahí estuvo en parte su propio derrumbe, porque no aprovechó los periodos cíclicos de buenos precios ni su ventajoso acceso al mercado preferencial de Estados Unidos para renovarse y mecanizar las tareas agrícolas, como hicieron con éxito y a tiempo los productores privados. Con ello el Estado contribuyó a perpetuar la falsa creencia de que el sector se sostiene sobre prácticas discriminatorias y violatorias de derechos laborales de los inmigrantes, lo cual pudo ser cierto décadas atrás, una realidad felizmente superada hoy día.

No hay certeza de cuántos trabajadores agrícolas indocumentados laboran en el país. Pero aún en los tiempos de actividad del fenecido CEA, cuando el azúcar se consideraba nuestro petróleo, no había cuarenta mil picadores en la industria. En la actualidad, los tres productores privados, Central Romana, Vicini y el ingenio Barahona, apenas deben tener en nómina entre cinco y seis mil inmigrantes, muchos de los cuales han sido ya regularizados por las empresas, en condiciones muy distintas a las del pasado.