"… tampoco es recoger como un mendigo el eco/ caído de otras voces/ ni cosechar en huerto de ajena sementera/ una escuálida fruta en donde lo infecundo/ fermenta su amargura…”Franklin Mieses Burgos

Hay en la envidia algo inquietante que provoca cierta zozobra a quien siente su aliento y una percepción de enorme indefensión cuando se detecta en el entorno. Ser conscientes de ella nos incomoda pues ignoramos cómo manejarla y eso nos coloca en  posición de clara desventaja con respecto a aquel que nos envidia. Personalmente no es que no posea desaliños que lastren y mucho mi persona; no es que crea de mi misma que estoy exenta de pecado; más bien al contrario soy muy consciente de los males que me aquejan y puedo, por ello, intentar al menos doblegarlos, pero no ocurre de igual modo cuando, sentimientos negativos que proceden de los demás, revierten en mí sin que yo los haya convocado. Y eso es lo que tiene la envidia, que uno casi nunca la convoca, al menos no de modo consciente. En general uno no trata de atraer la atención sobre su persona ni siente el más mínimo orgullo por suscitarla salvo que sea bastante necio. El envidioso lo es por sí mismo y lo es incluso a nuestro pesar.

 

La palabra envidia procede del latín “invidere” que  significa “mirar mal  o mirar con malos ojos” y es en ese mal mirar y  algunas veces en un deliberado y recalcitrante “no querer ver” donde destila el vocablo su propia esencia y su particular veneno. La envidia es ponzoñosa y lo impregna todo causando el mayor dolor posible. No en vano la Biblia describe la muerte violenta de Abel a manos de su hermano, precisamente causada por el mal que aquejó a Caín incapaz de soportar los favores que Dios otorgaba al primero. “Cosa rara que, aunque a algunos daba buena vista, veían bien y miraban mal; debían ser envidiosos” decía Baltasar Gracián del pecado de la envidia y de aquellos  que la sienten. Y es que la rivalidad y el rencor presentes en aquel que la sufre no se detiene tan solo en desear tu misma suerte, que dicho sea de paso también la quiere para sí y a la vez tu coche, tu casa y tu jardín, tu pareja y tu lado de la cama… sino que por encima de todo, lo que en verdad anhela es el hecho de que la fortuna no caiga nunca de tu lado y que tu vida se deslice en descenso imparable hacia el fondo del abismo. Tu desdicha es siempre la felicidad del envidioso.  «De la envidia –dijo San Gregorio Magno– nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad».

 

Son la envidia y los celos sentimientos negativos que provocan un doble infortunio en envidioso y envidiado. Hay algo en los celos infantiles, en ese deseo irrefrenable del hermano que acaba de ceder su cetro y su corona en favor del recién nacido que se convierte en auténtica tortura para todos cuantos le rodean. Y se produce al mismo tiempo en la conducta del adulto una condena que le hace percibirse malvado por albergar en su interior un sentimiento que le es imposible comprender y que no puede controlar dada su corta edad. Se ocasiona en estos casos un auténtico drama en ese pequeño que se sentía príncipe y que ahora yace destronado a pie de cuna del nuevo usurpador. Y es que el niño solo desea ser una vez más centro y universo entero de su familia, y ocupar el lugar que le corresponde en el regazo de su madre. Un sentimiento lógico y completamente humano que sin embargo acaba revirtiendo en su contra y marcando de alguna forma una respuesta que seguirá presidiendo en muchos casos su existencia, si no se resuelve con pericia y cordura.

 

El envidioso acumula innumerables razones para sentirse desdichado y en desventaja frente al mundo. Y lo será a lo largo de su vida ante sus hermanos, sus amigos y sus primos, su compañero de tenis, el vecino del segundo… da exactamente igual porque la realidad es que siempre encontrará que los demás le superan en algo, aunque no lo confiese abiertamente ante nadie, ni siquiera ante sí mismo. Aquel que envidia lo ajeno nunca será capaz de contemplarse lo suficientemente inteligente, no sentirá que atesora el atractivo necesario para ser centro de atención en cualquier reunión, sus juguetes jamás serán los mejores del barrio ni sus notas las más altas. Nada en él, por injusto que pueda parecerle, es digno de provocar la admiración que desea suscitar. Su día a día llega siempre precedido de una constante comparación con el otro y moverse en ese territorio, sabe de antemano, le sitúa en franca desventaja. A sus ojos él es y será eternamente un perdedor. El envidioso puede esperar mucho de su persona, pero nunca logrará alcanzarlo porque cede el control de su propia existencia apostando a una búsqueda siempre infructuosa. Obcecado en su enfermizo anhelo por superar a quien tiene al lado pierde una y otra vez la oportunidad de retarse a sí mismo. Desplazar lejos de quienes somos nuestros ideales y nuestras metas, elegir un referente distinto a aquel que nos conforma, nos hace perder el rumbo en una loca carrera en la que prescindimos de nuestra imagen, pretendiendo que un espejo que no nos pertenece nos dibuje una silueta distinta.

 

Hay implícita en el “pecado” de la envidia una enorme ambición, por poseer lo que el otro posee, que germina en un caldo de cultivo, siempre propicio y fértil, para el desarrollo de un germen que extiende sus raíces en el entorno más inmediato. Uno no ambiciona poseer algo de quien no conoce, ni desea ocupar el lugar de quien le es distante. La envidia para fermentar necesita de la proximidad y de la relación entre iguales. Aristóteles afirmaba que solo envidiamos a aquellos que aspiran a lo mismo que aspiramos nosotros y definía el rasgo como característico de las “almas pequeñas”. Y hay mucho de eso en el envidioso. Hay mucho de estrechez de miras, de ceguera y profunda mediocridad, de temor ante el hecho de que la propia incapacidad sea puesta en evidencia. Y hay a la vez mucho, en esa alma angosta y oscura, de drama y de profundo dolor. Un dolor que a menudo hunde sus raíces en la infancia y que no es sencillo  doblegar por mucho que se quiera y por mucho esfuerzo que uno invierta en ello. Y es preciso,  al mismo tiempo, reconocer la otra cara de la moneda y ser conscientes de la dificultad  que supone salir indemne de las garras del envidioso.

 

Hay algo aterrador e inquietante como señalaba al principio, en el hecho de ser objeto de una supuesta “admiración” que jamás se pretende provocar. Toda competencia ocasiona inevitablemente una sensación de incomodidad, de malestar y desconcierto en quien no solo no la busca sino que trata de alejarla sin darle pábulo. Puede ocasionar incluso, sobre todo en niños y adolescentes, un soterrado y profundo sentimiento de culpa en el hecho de generar envidia en los demás. Se produce entonces un esfuerzo constante por inhibirse, por matar toda iniciativa que pueda conducir a un éxito que suscite envidia; hay un ferviente deseo de ocultarse para no ser visto, de pasar desapercibido en el afán de evitar todo odio ajeno. La envidia lastra al envidioso y condiciona de igual modo la vida de aquel que la despierta y el hecho de auspiciarse en un medio compartido la hace más odiosa si cabe. Es doblemente demoledor sentir la envidia de un hermano o de un amigo cercano. Descubrirlo te deja sin recursos que esgrimir y te hace sentir vulnerable porque sabes de inmediato que algo ha comenzado a quebrarse y que será complicado curar daños. Con el tiempo uno aprende a sanar heridas, a no conceder importancia a aquello que ni se busca ni se instiga. Uno aprende a protegerse del pérfido aliento que roza la espalda, de los ojos que no reconocen, de aquellos que sin sentido te niegan por temor a que brillo ajeno les opaque. Escribí en una ocasión y disculpen que me cite “No es fácil vivir siempre deseando ser distinto a quien uno es y envidiando virtudes ajenas, en vez de emplearse a fondo en lograr ser la mejor versión posible de uno mismo.” Hoy sigo pensando de idéntico modo. Se me hace complicado comprender un sentimiento que hiere al otro y a uno mismo. Debe ser terriblemente frustrante vivir en la piel de aquel que se desea alguien distinto.

 

“Según Aulo Gelio, en Africa vivían familias cuyo discurso poseía

un poder particular. Cuando elogiaban profusamente árboles bellos,

campos fértiles, niños encantadores, caballos excelentes o un ganado gordo

y bien alimentado, todo esto se echaba a perder debido a aquel elogio

y por ningún otro motivo”

 

“El corazón secreto del reloj” de Elias Canetti