Todos los Belluguines eran traviesos a su manera, pero las travesuras de Chon Chon eran de antología. Su apetito no conocía límites. Pelaba a puro diente los cocos secos, se comía las espinosas plantas de bromelia y se comía las mangueras para estrenar los dientes recién nacidos. Sus travesuras eran las más ingeniosas, conocía el arte de infiltrarse en la casa sin permiso y ocultarse bajo la cama sin dar anuncio de su presencia. Un sábado, cuando todavía conservaba sus fuerzas, mi madre me llevó en una bandeja a la habitación un café y unas tostadas que colocó en la mesita de noche mientras yo dormitaba. No sabía que bajo el lecho había un huésped clandestino con todos los sentidos alertas. Al poco rato, después que me levanté y llevé la bandeja a la cocina, me preguntó qué me habían parecido las tostadas, pero sólo pude responderle por el café y el nombre del delincuente que se las había comido.

Algo parecido ocurrió en otra ocasión. Esa vez yo veía en televisión una película muy entretenida, y los Belluguines dormían boca arriba, en fila india, pegados a una pared.

En medio de un anuncio fui a prepararme un buen pan relleno de chorizo, lo puse en un plato y volví a sentarme en la cómoda mecedora, sin apartar los ojos de la pantalla. Cuando bajé la vista el pan estaba en la boca del perrito pinto que me miraba de frente, como pidiendo un permiso que ya se había dado. Junto a él se habían parado sus dos congéneres pidiendo su parte del botín. Democráticamente dividí el pan en tres partes y lo repartí. Chon Chon esperaba más, pero tuvo que conformarse con su porción. Sólo yo no probé el bocadillo, y no había más chorizo en la nevera.

Una de las cosas más cómicas sucedió una noche en que tomaba vino en la galería en compañía de algunos amigos. Los vasos estaban en el suelo y los Belluguines en el patio, hasta que llegó mi hermano Alfredo y los dejó entrar sin darse cuenta. Tampoco nos dimos cuenta nosotros hasta que vimos que los vasos estaban vacíos y los perros estaban cayéndose de borrachos. Les costaba trabajo mantener el equilibrio y se despatarraban  como bailarines de ballet.

Los foxterriers son eléctricos, son cariñosos y nerviosos en extremo. Le tienen pánico a las explosiones y truenos, pero los míos se habían criado al lado de la universidad en una de sus peores épocas, y a las bombas y a las balas respondían con ladridos. Además los gases de las lacrimógenas no les causaban ningún efecto. Un día, durante una situación insoportable, me tumbé a su lado y descubrí que a su altura esos gases no circulaban o era mínimo su efecto. Fue una de las muchas cosas que me enseñaron.

Los Bellugines, en general hacían todo tipo de gracias y cosas peculiares. Permanentemente reclamaban mi atención y con cualquier pretexto se subían a mis piernas. Chicholina, al menor descuido, entraba muchas veces a mi habitación cuando estaba leyendo el periódico en la cama, saltaba como una liebre y aterrizaba, precisamente, en cuatro patas, sobre el periódico y mi pecho. Era un jueguito pesado que a pesar del susto o la sorpresa, no me hacía enojar, pero me provocaba incluso taquicardia y ciertas ganas de halarle con fuerzas las orejitas.

Chon Chon, tenía por costumbre ponerse a mi lado y pararse en dos patas las muchas veces que bajaba yo bajaba al patio, y hacía que lo tomara por las manitas y lo paseara como a un muchacho.

Yuri venía calladito a la habitación y se volteaba boca arriba a mi lado para que le acariciara el pecho y la barriga, y en la medida en que envejeció se convirtió en un muñeco de trapo. Perdió la vista pero nunca el olfato ni el sentido de orientación. Amaba  el patio, que no tenía secretos para él, y a pesar de la ceguera durante el resto de su vida lo vi caminando incansablemente por todos sus  rincones durante horas de la noche y el día. En esa época todos le llamábamos Balaguer, pero él nunca se dio por ofendido.

Era puntual a la hora de comer y puntualmente subía a la casa a la hora señalada, y comía bien antes de retirarse a sus dominios predilectos, hasta que un día lo encontré dormido en la pecera. No se había ahogado, le había fallado el corazón la última vez que quiso beber agua, cuando tenía casi diecisiete  años.

En una época, al regresar a la casa me recibían siempre las voces alegres de mis perros a través de las rejas de la marquesina. Sobresalía la voz encantadora de Chicholina, que era la más alegre de todas, con su inconfundible timbre. Hoy ya no me reciben aquellas voces alegres  a través de las rejas de la marquesina donde siempre me esperaban mis Belluguines, contagiándome, como he dicho, su felicidad.

Contemplo ahora, en las mañanas cordiales o al caer de las tardes, cuando visito el patio, que es jardín y frutal, los filodendros que se mecen alegremente sobre la tierra que los cubre en un cantero de piedra, bajo la generosa mata de mango.

Aquí en el patio de la casa de mis padres difuntos, donde he vivido más de la mitad de mi vida, en el patio encantado donde hablo a veces con mis muertos familiares y evoco a la prima Cape, acaricio el follaje de los copiosos filodendros que he cultivado con esmero.

Acaricio el follaje de los copiosos filodendros en que se han convertido los Belluguines como para llamar mi atención, así como infinitas veces acariciaba la pelambre de esas dichosas criaturas. A la sombra de los filodendros se han convertido en filodendros para darme un motivo nuevo de regocijo.

A veces no sé que siento y a veces no siento nada, los recuerdo corriendo por el patio, los escucho ladrando alegremente y me invade el vacío, pero al final pienso en todas las alegrías que me dieron. Recordarlos con tristeza me parece traicionar la felicidad, toda la felicidad que me dieron.

Ahora me acompañan, mientras tanto, Lola y Coco, la rubia labradora y el bulldog francés con ojos de gente, que ronca como un puerquito. Me acompaña la memoria de todos los perros de la infancia y adolescencia, el Lucero que metía su hociquito en un bolsillo de mi pantalón a la hora de comer, el dulce recuerdo de las perrunas criaturas que han alegrado mi vida.

Me prometo que habrá una y habrá otra cada vez que me falte, hasta el día en que yo mismo emprenda el camino hacia la sombra, que es mi mejor idea de la muerte:

La paz, la certidumbre eterna, la  nada inmemorial, quizás la tierra que te reproduce en plantas y semillas y en follaje para siempre, ajeno de ti mismo para siempre en el único sueño verdadero. (De Los ritos ancestrales).

(A Leila Roldán)