Varias veces los vi, patrullando el patio, cazando lagartos y ratones y a las infelices culebritas verdes, que picaban en pedacitos, transfigurados en fieras, con el pelo erizado y los colmillos relucientes.
Con los ciempiés (que son una plaga en mi patio y algunos de gran de tamaño), mostraban precaución, sabían a qué atenerse, los rodeaban y les ladraban fieramente, pero ninguno, por instinto, aventuraba el hocico para morder.
En la caza del ratón y alimañas (o la zorra en Inglaterra, de donde reciben el nombre), el foxterrier ejerce una ferocidad terrible, implacable detrás de la presa que quizás alguno te traerá en la boca a manera de trofeo como ejemplo del deber cumplido. Su máxima realización.
Pero eran cazadores burdos, abusivos, sin estilo. Les caían todos a cada ratón y lo destrozaban a dentelladas y dejaban escapar otros. En la infancia remota, cuando vivía por los predios de la calle José Gabriel García, donde las alcantarillas estaban plagadas de ratas y ratones, tuve una foxterrier llamada Pionía, puro nervio y músculo, que corría como una gacela y tenía un instinto de cazadora inigualable. Era capaz de pasarse horas, hasta un día completo, sin comer ni beber acosando a un ratón que se había metido en una cueva del patio, hasta hacerlo abandonar el refugio y darle muerte.
En una ocasión estaba a mi lado, frente a la casa, y de la alcantarilla cercana salieron a la calle unos cincos ratones desesperados quizás por el hambre, en busca de comida. Fue una salida suicida. Pionía partió como una tromba detrás de ellos y le dio alcance al primero y parecía no haberle hecho nada, alcanzó a los demás en cuestión de segundos y tampoco parecía haberles hecho nada. Regresó a mi de inmediato y todos los ratones estaban muertos. Pionía les daba simplemente una dentellada fatal en la cervical con los incisivos, una sola dentellada, y allí quedaban muertos o paralíticos, y no se ocupaba más de ellos. Nunca más he vuelto a ver ese fenómeno, pero Pionía era excepcional.
Aparte de cazar, los Bellugines agradecían locamente que los sacara a pasear. Las cadenas fueron para ellos un motivo de júbilo. Nada más hacer sonar las cadenas se alborotaban porque era el sonido de salir a pasear y pasear era lo máximo. Una actividad que les producía una felicidad contagiosa en estado puro, como he dicho, que me ponía alegre como una pascua viéndolos saltar de puro gozo.
Ponerles las cadenas no era fácil porque no podían contener los nervios, brincaban de alegría y no se estaban un segundo quietos. Chon Chon, el perrito pinto, se ponía tan loco de contento que empezaba a ladrar a pleno pulmón. Ladraba de puro contento por la calle cuando los demás se habían calmado y en alguna ocasión celebró su contentura mordiéndome en una pierna durante un paseo, no sin recibir un merecido cocotazo, algo que me dolió a mi más que él.
Desde pequeños toda su vida fue un paseo en compañía del amo que paseaba con sus juguetes, sus mascotas que siempre habían sido sus juguetes favoritos. Era el paseo al parque Mirador o al parque del Conservatorio, el antiguo zoológico donde exploraban todas las cuevas, o por los mismos a alrededores del vecindario. La perruna troika, con Chon Chon siempre en el medio, llamaba la atención de todos los pasantes.
Muchas veces, mientras trabajaba en la computadora y ellos permanecían en el patio, decidía mentalmente sacarlos a pasear y sin que mediara el menor trámite comenzaban a agitarse y ladrar como de costumbre, correr por el patio y vociferarle alegremente a mi madre. Mi madre me preguntaba si los iba a sacar a pasear y yo le respondía que había que preguntarles a ellos. De alguna manera insólita, muchas veces sólo pensé en sacarlos a pasear y con tan sólo pensarlo se arrebataban de alegría y había que sacarlos a pasear. Si captaban mis pensamientos, mis intenciones, no lo sé, pero el hecho ocurrió más de una vez.
Un día ocurrió algo inusitado que todavía recuerdo sin poder contener la risa. Fue el día en que llevé –con extrema discreción, según pensaba- a vacunar a Yuri Yuri, uno de tantos días. Lo llevé sin que aparentemente Chon Chon ni Chicholina se dieran cuenta, (aprovechando una distracción mientras se encontraban en el fondo del patio), para que no creyeran que lo llevaba a pasear y sufrieran un ataque de celos. Todo había salido bien, pensaba yo, mientras partía con Yuri en mi viejo Lada a encontrarme con el veterinario. Ni Chon Chon ni Chicholina nos habían visto salir.
Pero al regreso encontré la casa hecha un desastre. Mi madre se quejaba de que el perrito pinto, nada más notar la ausencia mía y de Yuri Yuri, hizo una escena de celos, secundado por Chicholina y comenzó a ladrar desaforadamente, a dar carreras por el patio y la casa en busca de ambos, y finalmente se metió en cada una de las habitaciones, las desmanteló una por una y se trajo todos los cubrecamas arrastrando hacia la sala. Allí lo encontré parado en medio de los cubrecamas, ladrando a más no poder para justificar su queja e impedir que nadie los moviera de su sitio hasta que yo llegara y le diera una justificación. Tuve que darle un paseo por la calle para que se calmara. (De Los ritos ancestrales).
(a Leila Roldán).