Ahora que despierto un poco al soplo de un breve resoplido, abro los ojos y me enfrento a los ojillos dulces y marrones del perrito pinto que acerca su nariz a mi nariz, la expresión risueña, la cabeza del foxterrier perfectamente triangulada, las orejas gachas o tumbadas a mitad, en forma de v, las motas marrones en la frente a manera de contraste  con su color blanco y negro, su corpulenta anatomía y al final un rabito que se mueve como un péndulo enloquecido, sonriéndome con el rabito y con los ojos, alertándome para que me despierte y juegue con él, y con la nariz siempre resoplando frente a mi nariz.

Le paso la mano por el lomo y él se tumba en cuatro patas para recibir las mejores caricias en la barriga, resoplando, expone la quilla que a manera de bote tienen los foxterriers. Para no desairarlo me levanto, lo agarro por los pies y lo pongo en la posición de un muchacho, agarrándolo por las patitas delanteras  y lo acaricio y lo palmoteo precisamente en la inmensa quilla del pecho y él pone cara de tonto, un tonto útil, y se siente completamente complacido con las caricias del amo que lo adora, sin dejar de resoplar.

Todo comenzó en 1992 cuando mi viuda madre estaba interna en una clínica para ponerse una prótesis en la rodilla. Me sentía solo en la plácida casa de mis padres donde he vivido más de la mitad de mi vida. Vi aquel  anuncio en el periódico, se venden perros foxterriers a dos mil pesos, y partí para el lugar. La mamá no me hizo gracia, no era pura, me desencantó, y pensé de inmediato que no compraría un hijo suyo, pero detrás de la mamá  salieron tres cachorros saltando como liebres y uno de ellos, blanco y marrón, me cautivó, me compró a mí, aunque yo pagué con gusto por él.

Lo monté en el asiento derecho de mi viejo Lada y el miró con tristeza por la ventanilla hacia la casa que había sido su hogar durante tres meses. Su alegría se había apagado, pero nada más llegar a mi morada la hizo suya al instante, exploró todos sus rincones, y se maravilló al conocer el patio que sería su coto de caza durante su larga vida de casi diecisiete años. Se movía como un trompo por todos los lugares posibles mientras yo veía televisión, y bien pronto comprendí que respondía a las palmadas con las que lo llamaba a la obediencia, a estarse más o menos quieto en un sitio, y media hora después éramos grandes amigos. No sabía, en principio, que nombre ponerle y le puse Yuri, como el astronauta ruso, el primero de todos. Yuri Yuri Patroclo, en realidad, aunque siempre le decía Yuri Yuri. Patroclo es el héroe de la Odisea que se sacrifica por Aquiles y pensé que el nombre le quedaba bien. Me daba confianza.

A la hora de acostarnos eligió un botín de marca Cuelli en mi zapatera y allí durmió plácidamente, como en las noches siguientes, con el hociquito fuera para respirar plácidamente, hasta que tuvo tamaño para no caber en su cuna electiva.

Nunca di un paso sin que me siguiera y a la hora del baño se acostaba en la alfombra o me esperaba detrás de la puerta, y cuando salía de la casa me esperaba detrás de las rejas de la marquesina y así lo harían los hijos.

Al cabo de poco más de un año lo crucé con un magnífico ejemplar de su especie y del cruce nació una perrita más rubia que marrón a la que puse el nombre de una porno diputada italiana de gran fama en su época, Chicholina. En realidad el nombre completo que le puse a mi perrilla fue Chicholina María de la Mar, alias Chimbi, y ella respondía por todos los nombres. Se prendó de Yuri desde el primer momento y lo usó siempre de colchón para dormir cuando, ocasionalmente, no saltaba sobre mis piernas en la mecedora y colocaba su cabecita rubia sobre mi pecho mirándome a los ojos y abrazándose a mi pecho. Yo le hacía todo tipo de travesuras poniéndola al revés y al derecho. Lo único que aceptaba de mala gana era que le soplara en la cara, se ponía ñoñita y se quejaba cómicamente con un quejido tenue y se cubría con las patitas delanteras o metiendo el hociquito en la camisa, que era su mejor defensa.

Con Chimbi, Yuri Patroclo tuvo a Chon Chon, algo incestuoso, sin duda, Chonchonete Potriño para ser exacto, un perrito que nació en mis manos, y al cual le corté parte del rabo con una navaja a los ocho días, como se estila con los foxterriers, no sin sentir un mareo que por poco me tumba. Era blanco de un lado y negro del otro, pero salpicado de manchas marrones. Era el perrito pinto, era Chon o Chon Chon o Chonchonete Potriño, alias Chonchi. Y nunca tuve un perrito más ocurrente ni travieso.

Alguna vez se me ocurrió por capricho ponerle a la tropa de foxterriers un nombre colectivo y el  nombre que elegí  fue Belluguines, y Belluguines fueron hasta el fin de sus felices días. Podía llamarlos, aunque parezca mentira, individualmente, por sus nombres, y respondían individualmente al llamado, o podía llamarlos por el nombre colectivo y respondían colectivamente.

Chon Chon, el perrito pinto, negro de un lado y blanco del otro, era el más curioso y ocurrente de todos. Había nacido en mis manos, como dije, y nunca se separó de sus padres ni de mí. No tuve que educarlo, se educó sólo con los padres y nunca se ensució en la casa. Un simple batir de palmas significaba entrar a la casa o salir al patio. De hecho, cuando yo salía se iban los tres al callejón sin que nadie se los exigiera, porque la casa sin mi presencia no les importaba, salían a curiosear a través de las rejas de la marquesina, a ver televisión, como se me ocurría pensar, porque no hay animal más curioso que un perro y allí me esperaban con ladridos de júbilo cuando regresaba, sin importar el tiempo que me demoraba. Podía ser un día o una hora o un minuto pero el júbilo era el mismo y era la misma fiesta, la misma efusión de cariño. Siempre, al regresar me recibían las voces alegres de los perros, las mismas voces alegres, sobre todo la voz de Chicholina que era la más alegre de todas, un ladrido encantador. Ellos apreciaban, sobre todo estar conmigo, el jefe de la manada, y cada momento con ellos era una fiesta.

Si los  tratas bien ellos no quieren sino estar junto a ti. Los años de los perros son cortos, yo lo sé, pero cada minuto en sus vidas cuenta como algo extraordinario, intensamente vivido. Sólo saben vivir intensamente. Y la felicidad e intensidad de sus vidas en un ambiente cordial multiplica cada minuto vivido, y la felicidad del minuto vivido intensamente -una felicidad contagiosa- multiplica sus vidas muchas veces, sobre todo cuando cazan ratones. (De Los ritos ancestrales)

(a leila roldán).