“¿Harías cualquier cosa por tu mascota?” me interrogó Pablo con excesiva solemnidad. Su pregunta era retórica pues siguió hablando sin que pudiera responderle con un “No” rotundo. Mi ex novia adoraba los animales, por algo era bióloga,  así que un día, para su cumpleaños, le regalé un perico. Vivíamos en la ciudad de México y el lugar más indicado para comprárselo era el Mercado de Sonora. ¿Lo conoces?, es un mercado raro, allí conviven los brujos más afamados y las especies casi extintas de las selvas mexicanas.

Era un perico, verde, pequeñito, con el pico rojo y el pecho entre amarillo y naranja, rememoró. Tenía la energía de diez robots, pues brincaba sin cesar por toda la jaula. Ella lo amó desde el primer instante, incluso me confesó que era la primera vez que acertaba con un regalo. Por un momento imaginé obsequios inútiles: un reloj sin pila, un disco de la Rondalla de Saltillo, un libro de autoayuda pero Pablo volvía al ataque: Lo llamó Kafka, además de la naturaleza, admiraba al escritor checo, si él se había concebido como un vil escarabajo, ella lo redimiría en un ave del trópico. La cosa se complicó cuando decidimos mudarnos a Francia, ella iba a hacer un posgrado sobre biología molecular o algo así y ni modo de llevarnos al periquito, que ni papeles tenía. “Lo dejaremos donde mi papá, me asegura que lo cuidara con amor filial”, dispuso ella. Un pequeño detalle, vivía en Coahuila, a 900 kilómetros del Distrito Federal.

No te agobiaré con todos los trabajos que hicimos para la mudanza, como vender los muebles, regalar ropa…me garantizó. Rentamos un Golf y lo retacamos de todo lo que no nos llevaríamos, Kafka incluido, que viajó cómodamente en una caja de zapatos. Todo iba bien hasta que en los límites de Nuevo León y Coahuila nos topamos con un control sanitario. Personal de la secretaría de salubridad revisó el coche como si  fuéramos traficantes de opio y en una de esas vieron a nuestro plumífero adorado.

Qué llevan allí. Nada. Qué es ese ruido. Cuál ruido, nosotros no escuchamos nada… Total que querían confiscar a Kafka, quesque con el problemón de la gripe aviar no podía ingresar al higiénico y soberano estado de Coahuila, que necesitaba vacunas, que un certificado de sanidad (y otro de buena conducta). Intentamos de todo para que nos dejaran pasar, desde ofrecerles mucho dinero hasta alardear falsas influencias “mi tío trabaja en la PGR”, dijo ella en su desesperación, con lágrimas en los cachetes. No queríamos dejárselos, así que dimos media vuelta pensando en rodear por Zacatecas. Nos paramos en una fonda, a unos cien metros del puesto de vigilancia, estábamos demasiado alterados para seguir manejando, dijo, después de una cerveza para el calorón y sin mucha fe, le pregunté al tipo que si no habría manera de brincar a los inspectores. Seguro, contestó, aquí en seguida hay una brechita, agárrela nomás…

Fue un trayecto espeluznante, en el que sólo nos faltó ver Ovnis. Hubo pedazos donde el camino se borraba entre mezquites. En un momento dado, ya llevábamos como una hora, un charco inmenso apareció de pronto, si el carro se atora aquí no nos saca ni King Kong, así que pese a lo irregular del camino, aceleré con los ojos cerrados, el Golf crujió como una maraca acuática. No sé ni cómo sobrevivimos, hasta una víbora de cascabel se nos atravesó, la foto esta en mi cuenta de feis, precisa Pablo mirando hacia ninguna parte.

También nos sobrevolaron un par de helicópteros del ejército, qué hubiera pasado si se bajan a revisarnos, qué les habríamos dicho, me pregunta, seguro que ellos no hubieran reparado en Kafka, le respondo, pero les hubiera parecido bastante sospechoso que un carro citadino anduviera por esos parajes misteriosos, agrego sabedor que no me escucha.

Por más que avanzábamos no se vislumbraba la otra orilla de la carretera, según esto,  el recorrido era como una “U”, pero hacerlo en medio del desierto era peor que el rally París-Dakar.  Perdidos y desesperanzados, preguntamos al único ser viviente en el horizonte, como toda respuesta nos echó a unos perros flacuchos. Tardamos como tres horas en cruzar ese laberinto de tierra, ya casi anochecía, imagínate pasar allí la noche a expensas de los coyotes o criminales, pues esa ruta no la tomaban hermanitas de la caridad…Yo que ni creyente soy, agradecí a todos los dioses del universo cuando nos reincorporamos a la carretera. El celular de ella tenía demasiadas llamadas perdidas: su padre, angustiado por nuestro excesivo retraso, no hallaba la calma. Volteé para atrás y a menos de doscientos metros divisé a los inspectores que continuaban, firmes y obstinados, luchando contra la gripe aviar.

Kafka sigue rete contento con mi ex suegro, en cambio ella, tardó menos de seis meses en abandonarme. Cuando la soledad me ahoga, todavía la llamo para saber del “loro” y me enseña su foto que guarda en la cartera. Los pericos duran más que las relaciones en esta postmodernidad de mierda, agrega Pablo antes de cambiar de tema.