La muerte es depravada. Irrumpe sin avisar y deja un vacío espantoso en quien la ve por primera vez. Ayer un feminicidio no estaba registrado con la perversa cotidianidad con la que hoy lo conocemos. Cuando sucedía, flotaba en el vecindario como el sonido de una sirena en baja frecuencia, una murmuración ininterrumpida, un rumor, una vergüenza compartida por todos. La primera vez que conocí una muerte de este tipo me llegó como un golpe de viento salobre, íntimo y profundamente amargo.

Vivir en lo que aquí llaman una cuartería, que no son más que casas unidas por el cordón umbilical de la pobreza nos permite comprender lo sucedido aquella fatídica noche. Puede parecernos, contado desde la distancia, de novela y es que acercarse piel con piel a lo acontecido es aterrador. La privacidad no existe en un espacio así. En muchas ocasiones lo que separa una vivienda de la otra es una simple pared de madera. Apenas un cartón grueso tras el cual se puede escuchar todo lo que acontece al otro lado. No hace falta afinar el oído para captar situaciones íntimas Uno puede ser fácilmente testigo de insatisfacciones matrimoniales, noches tumultuosas llenas de gemidos y sonidos de lo más extraño.

La muerte de Teresa, cosida a puñaladas por Canuto, abrió una profunda herida en el barrio. Hasta entonces no se conocía una muerte por una causa tan atroz. El hecho en sí fue un balde de agua fría sobre toda la cuartería causando un profundo dolor. Todos sabíamos de la supuesta infidelidad de Teresa. Era un secreto a voces. El único ajeno a aquel asunto, hasta ese momento, había sido su marido. A decir del vecindario el cuadro se narraba de la siguiente manera. Canuto era transportista de carga y pasaba a veces varios días fuera de su casa. Solía llegar, por lo general, los fines de semana ya cansado de tanto batallar. Hombre de baja estatura, claro y enjuto, vivía al fondo de la cuartería con su esposa. Tuvieron una niña hermosa que a la hora del suceso estaba en brazos de su madre. Al lado de su casa residía un mecánico. Vivía solo y era considerado hombre simpático y agradable por demás. Era la contraportada de Canuto. Los dos se manejaban en las antípodas de los afectos. Mientras este era áspero, seco, poco dado a expresar cariño, circunspecto y aburrido, su vecino era precisamente todo lo contrario. En aquellos días en los que el marido de la joven se perdía por el interior del país, Ismael suplía hasta cierto punto su ausencia acompañándola en su soledad.

Ella era mujer sencilla, sensible y bella, llegada desde el campo a la ciudad. Ismael supo acercarse a su corazón entre diálogos a altas horas de la noche. A veces y a través de las finas paredes que separaban sus cuerpos se contaban sus secretos. Quizás si a ellos no se hubiera sumado un elemento adicional, nada de aquello hubiera pasado de ser murmuraciones de barrio.

Sin embargo las cosas nunca son como uno quisiera. Las pasiones se juntan, pasan de un lado a otro y en algunos casos pueden confundirse solapadamente. En esta ocasión por desgracia ocurrió de este modo. Había en la calle un pequeño bar regentado por una mujer, procedente del interior del país, llamada Lucía Germán. Había venido desde Barahona para instalar su discreto burdel en plena guerra de abril. Decían las malas lenguas que no era tacaña con su cuerpo y que fueron muchos los generales que perdieron batallas entre sus piernas. A pesar de ser afortunada en su trato con militares de alto rango, no lo fue tanto con un hombre tan simple y natural como Ismael. Con él no valían ardides ni lisonjas. Sus mejores armas no le fueron suficientes. Ella le amaba desde el silencio, acumulando el rencor de saberse rechazada. Sabía, como sabíamos todos, ya que nunca lo ocultaron, que Ismael era un asiduo visitante de la casa de Teresa y lo llevaba como una herida en pleno corazón. Éste iba al bar regularmente, tomaba su cerveza y se marchaba sin detenerse. No así Canuto, que acostumbraba a beber hasta perder, de tanto en tanto, el conocimiento.

La noche fatídica Lucía compartió mesa con él y cuando los tragos estaban haciendo efecto en su cliente le confío el secreto del que todos hablábamos por lo bajo. Él no se inmutó. Siguió bebiendo parsimonioso, pagó la cuenta y se marchó sin despedirse. En pocos pasos llegó a su casa. Teresa amamantaba en aquel momento a la pequeña. Canuto entró en la cocina, tomó un cuchillo afilado y le penetró el vientre varias veces sin la menor compasión y sin mediar palabra. En el ambiente quedó para siempre la certeza de que todo aquello se debió tan sólo a los celos de Lucía y a la brutal insensatez de Canuto. Tras cumplir una larga condena y salir de la cárcel se le veía cruzar cada tarde aquella calle en la que había cometido su terrible crimen. Lo hacía ensimismado, sin mirar a ningún lado. La recorría callado, con paso regular, sin la menor impaciencia, como quien toma parte de una procesión, tal vez para expiar su culpa.

Yo era prácticamente un niño y sentía el estupor que se respiraba a su paso. Un silencio sepulcral se filtraba en todo el vecindario. Nadie era capaz de pronunciar su nombre, pero si se agudizaba el oído podía escucharse un sonido oculto en el ambiente, el rumor de un caldero de grillos hambrientos susurrando su nombre. A veces me despierto en las madrugadas y veo con claridad repetirse toda la escena de aquella noche. Aun hoy me arropo de pies a cabeza, tembloroso, con la incertidumbre y el temor de ver entrar por la puerta de mi casa a Canuto, iracundo y borracho.