– ¿Habla español? Es la primera vez que viajo en avión- me dijo asustada.

– Aquí la gente corre como si el mundo estuviera acabándose. Caminan como si hubiera un fuego en la esquina y tienen que ir a apagarlo- dijo abriendo sus ojazos de diosa espantada. Su retahíla andina, como una metralleta disparándole al Brooklyn Bridge, me dejó estupefacto. El corre-corre del aeropuerto John F. Kennedy al atardecer es la estampa exacta de la Torre de Babel. Nadie se fija en nadie.

Mi intención fue la de pasar de largo e ignorarla pero el verdor de sus enormes pupilas me paró en seco.

– Sí, hablo español. ¿En qué puedo servirla?

Me acerqué a ella arrastrando mi carrito de rueditas chuecas- ring-riang-ring-riang- encima del cual descansaba mi mariconera con mi pasaporte a cuestas.

-¡Gracias, Dios mío!, exhaló aliviada, como si se acabara de sacar el premio mayor.

– Le pedí a los ángeles que me auxiliaran cuando lo vi pasar entre la multitud. Estaba perdida hasta que usted pasó. Usted es mi ángel de hoy.- dijo. 

– Mi nombre es Valentina Morales, soy de Cochabamba y no hablo inglés. Necesito ayuda cuando aterricemos en Miami para hacer la transferencia  hacia La Paz. .

– ¿A la paz de la Paz?- le pregunte bromeándola.

– No, a Bolivia, a la Paz de los Andes.

– No se preocupe, se lo indicaré al llegar a Miami- le sonreí como si nos hubiéramos conocido desde mucho antes de que ambos hubiéramos venido a este mundo.

No la volví a ver durante las tres horas que duró el vuelo, ensimismado en mis propias preocupaciones. Sin embargo, al llegar a Miami ella me esperaba a los pies del avión, como si hubiera llegado allí antes del vuelo haber salido de New York.

– Pensé que se había olvidado de su amiga perdida- me sonrió una vez más.

Caminamos en silencio forzado, como monjes encapuchados saliendo de una catedral medieval. El ring-riang de mi carrito traía a mi mente las preocupaciones que volaron conmigo en el avión sin dejarme dormir. No traía equipaje pero llevaba a cuesta cinco maletas repletas de problemas por resolver. Ella pareció intuirlo y, siguiéndome como un corderito, conversamos a través de las sonrisas, como si ambos fuéramos duchos en telepatía mental y ella fuera una princesa real.

La trayectoria nos pareció  una eternidad, porque el aeropuerto internacional de Miami es uno de los más largos del mundo desde donde deja a uno el avión hasta la salida final. Además de ser uno de los menos hospitalarios, los pasajeros se amontonan como en un hervidero de anti turistas, porque viajero que llega viajero que al que no le quedan ganas de volver jamás. En eso le gana al de Nueva York.

A la salida de la aduana ubicamos el vuelo 626 de American Airlines hacia La Paz, Y ahí mi carrito comenzó a protestar…ring-riang-ring-riang-ring-riang. Era como si quisiera decirme “no, por ahí no es, anormal”.

– ¡Miren, por ahí viene una cholita!- gritó una niña, convertida de repente en otro Rodrigo de Triana, aquel bocón que vino del otro lado con el Almirante a jodernos la pista.

Todos los rostros se volvieron hacia nosotros y ella enrojeció, yéndose a refugiar lejos de la puerta de entrada al vuelo 626 de American Airlines.

-¿Qué es una cholita?-  pregunté.

– Una indígena andina- me explicó un señor superfino, con una esposa no tan fina, más bien toda redondita como una arepita de maíz rellena de ajonjolí.

Resultó y vino a ser que eran los padres de la Rodrigo de Triana y les supliqué solícito:

– Como ustedes también van hacia La Paz, la dejo en sus manos.

El señor superfino y su señora no tan fina sino más bien redondita como una arepita de maíz rellena de ajonjolí, sonrieron ante su desgañitada Rodrigo de Triana.

Los tres parecían una tarjetita  de navidad sin el niño Jesús.  Me despedí con una inclinación de cabeza, como un monje loco absorto en sus propios pensamientos. 

– Al llegar a la salida escuché de nuevo su voz.

¿No piensas despedirte de mí?- indagó sonriendo y abriendo sus inmensas pupilas como si tratara de no olvidarse de mí jamás.

Le di un beso en la mejilla izquierda y continué hacia la salida del aeropuerto, arrastrando mi carrito burlón…ring-riang-ring-riang… De repente paré en seco y volví atrás como otro Francisco Pizarro arrepentido, aquel hijoeputa que le robó todo el oro a Atahualpa y después lo asesinó.

Una curiosidad, que se convirtió en pánico se apoderó de mi mente y regresé en el momento justo en que los pasajeros empezaban a abordar el vuelo 626 de American.

– ¿Y la cholita?- atiné a preguntarle al señor súper fino, esposo de la arepita ambulante, segundos antes de ambos penetrar en el túnel de entrada al avión (parece que la Rodrigo de Triana se les había adelantado y había entrado al avión). 

– Pues no volvimos a verla más. A lo mejor se perdió en este inmenso aeropuerto.

Cuando atiné a ponerme de nuevo en movimiento buscando la salida, la sala estaba desierta y el ring-riang de mi carrito había desaparecido como si se hubiera escabullido con ella. Entonces, en mi mente anestesiada sonó una campanita de cristal, como si fuera en una catedral medieval: “Ella no está perdida, el que está  perdido eres tú”.

Siempre nos pasa lo mismo.