No se trata del muro que se ha propuesto para ser construido en la frontera domínico-haitiana, sino uno ya existente, con consecuencias más graves y trascendentales: el muro de la sin-razón.

La cuestión de la supuesta “invasión pacífica” haitiana, el plan de “fusión” de la Isla y la “desintegración de la soberanía nacional”, están siendo funcionales a producir políticas y reglas de juego relacionadas con cualquier otra cosa menos con el problema migratorio-fronterizo. Y sus peores consecuencias las sufren no los haitianos, sino… los dominicanos.

Primero fue la práctica de desnacionalización comenzada en la década pasada, y que se vio condensada y llevada a política de Estado con la Sentencia 168-13 del Tribunal Constitucional. Con ella no se atiende ningún problema migratorio ni la defensa de la soberanía, muchos menos de la dominicanidad, sino que se crearon dos nuevos y graves problemas: la aplicación retroactiva y abusiva de la norma (en este caso de 2010 hasta 1929) y el desconocimiento de la nacionalidad dominicana de decenas de miles de compatriotas nacidos y forjados en esta tierra como el que más. Esto es tan evidente, que no pudieron declarar inconstitucional la Ley 169-14, lo que no costaría nada si los fundamentos y la racionalidad de aquella sentencia se sostuvieran por sí mismos, a prueba de todo análisis, denotando su carácter político-coyuntural.

Luego, y como consecuencia de aquella Sentencia improductiva (son sus defensores y apologistas quienes la tildan de “defensora de la nación”), la resultante crisis de relaciones internacionales.  Se ha obstaculizado (ya casi totalmente) la posibilidad de un acuerdo comercial en serio y en grande con Haití, que el presidente Danilo Medina trataba de impulsar para el bien del desarrollo integral del país e, incluso, la seguridad nacional; se ha minado el progreso de las relaciones con la comunidad caribeña, en las cuales tanto esfuerzo había invertido el fallecido ex canciller Morales Troncoso en función de abrir mercados y oportunidades a Rep. Dominicana. Con esta crisis y la agitación de los fantasmas de conflictos irrelevantes, tanto de un lado como de otro de la frontera –a lo que de manera elegante pero contundente se refirió el presidente Medina en su discurso en la ONU-, no hay otro perjudicado que el pueblo dominicano, sus oportunidades de empleo, aumento de la producción, del comercio y por tanto de desarrollo y bienestar. Cuando Trujillo era el dueño del país este discurso servía, porque suyo era el monopolio del azúcar y mantenía a raya el costo de la mano de obra y la competencia de otros países cercanos, pero ya no hay monopolio ni el azúcar es mercancía principal, ni tiene mercados internacionales cautivos. Con esto sólo pierde el país.

Y, ahora, ha venido el último de los extremismos y ejercicios de la sin-razón. Ante el aplauso de la mayoría de quienes componen la llamada “clase política”, bajo la supuesta (otra vez) “defensa de la soberanía”, de “la Constitución” y los “poderes públicos”, se ha dado por bueno y válido que otra sentencia del Tribunal Constitucional anule la competencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el territorio dominicano. De lo que no se hablado –vaya usted a saber por cuál razón- es de tres asuntos críticos implicados en este hecho: 1) Que la Sentencia previa de la CIDH no trata sobre si Haití es mejor que República Dominicana o sobre si hay que fusionar la Isla, sino casos concretos, con nombre y apellido, de violación de derechos humanos de dominicanos (nacionalidad, libertad, protección de la familia, entre otros), lo cual ha sido sencillamente silenciado y puesto bajo la alfombra, como tema sin la menor importancia; 2) el eliminar la competencia de la CIDH deja a los dominicanos y dominicanas sin la protección de la única instancia supranacional latinoamericana que ejerce protección de los Derechos Humanos (buena o mala). ¿De qué sirve que el Estado reconozca aún la Convención Americana de Derechos Humanos, si desconoce la única corte creada para preservarlos y definir sanciones en caso de su transgresión? Para dar una idea de lo que está en juego: ¿Acaso ya se supo quiénes fueron y se sancionaron a los que desaparecieron a Narciso González –Narcisazo- en 1994, o ya se abrió la investigación judicial para sancionar a los responsables políticos del crimen de lesa patria que es la muerte de miles de niños en hospitales públicos?; y 3) y lo peor, la decisión de declarar inconstitucional el Instrumento de Aceptación firmado por el jefe del Estado dominicano en 1999, se ha hecho con tan notoria ausencia de argumentos y legitimidad, que para ello han tenido que acudir, nueva vez, a violar el principio universal de irretroactividad de la ley, utilizando  la Constitución de tres años después, es decir, 2002.

Si la Sentencia emitida por la CIDH era cuestionable, el camino correcto era el institucional, con apego irrestricto tanto a la ley doméstica como al Derecho Internacional. Cuando países vecinos han renunciado a la competencia de organismos multilaterales de los que son signatarios, no lo han hecho para desligarse de sentencias condenatorias en materia de Derechos Humanos ni violando los más elementales principios jurídicos. Eso suena a huída, no a acto de valentía y dignidad. Joaquín Balaguer, gobernante de los sangrientos doce años y pieza clave en las políticas anti-haitianas, parece haber tenido más juicio de la realidad, toda vez que fue en su mandato que República Dominicana se hizo signataria de la Convención Americana de Derechos Humanos, en 1977.

Si lo que se quiere es preservar la soberanía nacional y solucionar el problema fronterizo-migratorio, el camino no son sentencias que afectan la dignidad y derechos de las personas, ni la solidez institucional del país; mucho menos prácticas y políticas que afectan su crecimiento, desarrollo y oportunidades de mayor bienestar. Lo que se requiere es menos retórica y sí más  Patriotismo serio: políticas razonables, eficaces, con resultados verificables, fundamentadas en estudios rigurosos, e inteligencia estratégica para construir Estado e instituciones. Cualquiera que visita la frontera dominicana hoy, puede ver que –al igual que cuando Trujillo y Balaguer- en pocos países han coincidido de manera tan espectacular el discurso sobre el “enemigo externo” y la histeria sobre una “invasión”, con una inexplicable precariedad, desidia y desinterés en cómo son administradas fronteras, seguridad, migración y comercio, resaltado esto en hechos cotidianos como que pasar la puerta a República Dominicana no cuesta más que 100 pesos.

Sería bueno re-orientar una pequeña proporción de las energías, medios y recursos que se llevan gastando por más de ochenta años en políticas fracasadas de cazar fantasmas, que sólo atentan contra el interés nacional (además de inhumanas), y dedicarlas a mejorar las capacidades del Estado en materia fronteriza, migratoria y orden interior. Es mucho más eficaz y razonable; o un día nos sorprenderemos con que, arrastrados por miedo y emociones, hemos permitido que se construya (otra vez) un muro para encerrarnos a nosotros mismos. ¿Quién se atreve a romper la cadena?