Aunque entendible por el control de la Suprema Corte por un sector del partido oficialista, el “No ha lugar” dictado a favor del senador Félix Bautista, acusado de cuanto la imaginación permite, ha creado una amarga sensación de impotencia y frustración que a nada bueno conduce. La mejor definición de ese sentimiento colectivo la dio el Procurador, Francisco Domínguez Brito, al resaltar la decepción que la falta de credibilidad del máximo tribunal alimenta en la sociedad, por su evidente falta de capacidad para ser fiel a su rol de garante del respeto a las leyes y la decencia pública.
En este caso, que mantuvo en vilo al país, es preciso ser justo en la distribución de responsabilidades. El Gobierno, a través del Ministerio Público llevó a cabo su papel liderando la acusación con serios señalamientos contra la evidente parcialidad del tribunal, que ha impedido llevar a juicio de fondo uno de los expedientes más escandalosos de corrupción en nuestra historia reciente. La excusa sobre los defectos técnicos del expediente, es sólo un vano intento de justificar la infame sentencia del tribunal. En teoría, y así debe ser, existe en nuestra Constitución el principio de la separación de poderes. De manera que ante esa realidad no podía ni debía esperarse más de lo que hizo el Gobierno, léase Ministerio público, para lograr una sentencia emblemática, que honrara el papel de los jueces.
Intentar, por razones políticas, endilgarle el penoso final de este proceso al Gobierno, equivaldría a exonerar de culpa al verdadero responsable de este deprimente historial, que desenmascara a un Poder del Estado estructurado con la finalidad no de propiciar una sana administración de justicia, sino de proteger a un clan que sólo concibe el Estado como un patrimonio propio.
Si la Suprema Corte no puede garantizar el cumplimiento de las leyes contra el enriquecimiento ilícito, ¿quién entonces podría?