La palabra candidato viene del latín “candidatus”, y es la persona que pretende alguna dignidad, honor o cargo; y que, en el caso del Imperio Romano, era propuesta sin que lo solicitara. Su raíz lingüística es “Candidus” que, aunque usted no lo crea, quiere decir blanco, de color de nieve o leche, sencillo, sin ninguna malicia o doblez. En la Roma antigua el candidato se vestía de blanco, y su vestidura celeste ponía distancia de la ambición y el engaño. Ser candidato era la proclama más inocente que existía del narcisismo virginal. Como si la candidatura llegara de fuera, y deslumbrada por el esplendor de sus valores se posara en el brillo personal del elegido.
Todos sabemos que no es así, y hoy como ayer en Roma, la conveniencia sin ningún miramiento ético deja fuera toda posibilidad de juzgar de acuerdo con una escala de valores, porque los candidatos de ahora son fieras vitrificadas, tígueres bimbines que se desayunan con tachuelas y ni siquiera eructan. Es lo que sentí oyendo y mirando el discurso de Danilo Medina. Desplegó su YO en más de cuarenta y ocho ocasiones, y sustituyendo al candidato en medio de su ira sagrada, le aplastó la mística arboladura que cualquier candidato carga desde el Imperio Romano hasta nuestros días, aunque él mismo no lo sepa. Primero dijo que quien debía haber hablado en ese acto era el “candidato”, y que “para protegerlo hablaría él”. ¿De quién lo protegía? ¿Si empleáramos la “Simbólica del mal”, de Paul Ricour, sería de él mismo, de la ineptitud del candidato de quien Danilo Medina lo protegía? ¿Entre el sentido explícito y el implícito, no era una manera de Danilo Medina decir que el verdadero candidato era él? Luego, se atragantó en su YO. Cuarenta y ocho veces nos estrujó su YO filoso. No era la acción del estado quien realizaba las obras de las cuales se vanagloriaba. Ese YO es solo un Dios, demiurgo, inflado como un paño sagrado.
El calvario del YO en el dificultoso pensamiento de Danilo Medina lo que pone en evidencia son sus pobrezas mentales, sus atrasos. Y su comportamiento autoritario. La neurolingüística moderna ha establecido los límites y las angustias de un hablante que se enchiva en el YO; y la vertiginosa perplejidad de quien no alcanza a ver más allá de sus propias narices. Un hombre cuya mentalidad no pasa del siglo XIX no puede advertir que el YO sobreimpuesto lleva implícita la omisión de alguien, que puede ser el Estado, o el Candidato; porque un gobernante cuya mentalidad es decimonónica tiene una idea patrimonialista del estado, una práctica instrumental y corrupta. Su megalomanía lo ha llevado a creer todo lo que sus panegiristas y publicistas han zurcido sobre su grandeza, a un costo casi demencial que el país ha pagado con sacrificios, para erigir el super YO inaguantable y lejano. Mientras decía su discurso el Yo desplegado era un Dios tutelar, un ser sobrenatural que prefigura los hechos en el silencio, porque él se cree el Estado, prostituyendo la frágil estructura institucional que desde el 1844 se ha estado fraguando en una nación casi anómica. Por eso, porque el Estado es suyo, Danilo Medina proclamó: “Yo gano las elecciones”, no el mequetrefe de candidato que tenía ahí sentado.
En el final del discurso miró al candidato con ojos de ternero degollado, y le llamó “Penco”, hundiéndose en la trampa de las expresiones sociolectales, porque si en el sur “penco” podría ser algo grande y destemplado; en el norte del país “Penco” es lo que en las acepciones de la Academia de la Lengua se señala: “Caballo flaco, desgarbado, inútil”.