Al presidente estadounidense Donald Trump le ha caído con toda su fuerza el sesgo de la sobresimplificación mediática y social por sugerir, como objeto de investigación científica, la inyección de un desinfectante (“disinfectant”) pulmonar y el uso de algún tipo de luz (“light”) para combatir el coronavirus.
A Trump lo han tratado de imbécil y de disparatoso, especialmente en medios de comunicación masiva y redes sociales; pero ninguna de las dos ideas es descabellada, sin importar quien las formule. Y me permito explicar:
1-Trump utilizó la palabra “disinfectant”, cuya primera acepción es: “an agent that frees from infection”, de acuerdo con el Merriam Webster Dictionary, lo cual significa: “un agente que libra de infección”. Nótese que el presidente gringo no habló de “soap” (“jabón”) ni de “chlorine bleach” (“cloro”) u otro tipo de “detergente” (y no está de más recalcar que “desinfectante” y “detergente” no son lo mismo).
Si utilizamos el término “disinfectant” en “latu sensu”, es decir, en sentido amplio, y siempre de acuerdo con la primera definición del diccionario, nos daremos cuenta de que toda sustancia que, dentro del organismo, sirva para librarnos de una infección (de virus, bacterias, hongos u otros parásitos) es, en sí misma, un “desinfectante”.
2-Que determinados tipos de luz son capaces de matar virus no es una idea nueva ni original en la ciencia médica. Hay espectros de la luz solar utilizados con éxito por la medicina para eliminar virus. Por ejemplo, la radiación electromagnética y térmica conocida como “rayos infrarrojos” o “luz infrarroja” tiene la cualidad de matar el virus del herpes simple tipo 1 (VHS-1) dentro del cuerpo humano. Tal descubrimiento ha permitido la puesta en el mercado de aparatos diseñados exclusivamente para tal fin. Por tanto, la eficacia o no de determinados espectros luminosos para combatir ciertos tipos de virus es una línea de investigación perfectamente válida, a la luz de los hallazgos científicos previos.
Una reflexión final:
Antes de que otras personas nos impongan su sesgo, es decir, antes de que tengan éxito en decirnos en qué y cómo pensar, dudemos.
Antes de ridiculizar a otros, investiguemos.
Antes de opinar sobre lo que no sabemos, informémonos.
Sobresimplificar, dando respuestas equivocadamente simples a problemas complejos, y hacer el ridículo por motu proprio, es malo; pero mucho peor es sucumbir a la manipulación ajena, como tontas ovejas.