No es prudente ni humano formarnos un juicio definitivo sobre una persona basándonos ciegamente en las opiniones de sus enemigos o de sus amigos, pues los primeros exagerarán sus defectos e inventarán otros; y los segundos, exagerarán sus virtudes y le adicionarán otras.
Conviene tomar en cuenta ―para hacer honor a la justicia― las opiniones de los imparciales, los cuales escasean, y las que dictamine nuestra propia conciencia, ya que una errada apreciación por influencia malsana puede conducirnos hacia un error mayor: el prejuicio.
Generalmente, las referencias dadas por un individuo sobre su enemigo nunca son buenas, pues hay esa tendencia casi instintiva en el ser humano a destruir a su contradictor, a su disidente, al que se convierte en obstáculo para la materialización de sus propósitos, sobre todo cuando éstos son oscuros y están animados por el mal. Y es que hay seres humanos que toman muy al pie de la letra aquello de que «El fin justifica los medios» ―frase original de Napoleón Bonaparte, aunque atribuida erróneamente al filósofo italiano Nicolás Maquiavelo―: infamar, calumniar…y hasta matar, por ejemplo. Es la evidencia constante de que el hombre es imperfecto.
El prejuicio genera un oleaje de opiniones diversas que termina creando, en torno a la víctima, una atmósfera negativa matizada por el rechazo de unos y la maledicencia de otros. Esto ocurre especialmente cuando el prejuiciado concentra poder, y con el que todos quieren ―por asunto de intereses― estar «en buena», no «en desgracia». Se parece esto a la situación que se da cuando un árbol ha caído: todos hacen leña de él, incluso hasta los que no tienen necesidad de hacerlo. En la Administración Pública dominicana esto es costumbre, desagradable rutina.
Existe el tipo de prejuicio por inducción, que se da en aquellos sujetos débiles de carácter y que son fácilmente influenciables. Es el más común y el más peligroso, ya que casi siempre quien lo provoca es la persona insidiosa y calumniadora que, sin escrúpulo alguno, destruye imágenes de personas dignas y honestas. Ya lo decía Kane O’Hara, dramaturgo irlandés del siglo XVIII: «Cuando el juicio es débil, el prejuicio es fuerte».
Hay que admitir que extraer de la mente de alguien un prejuicio es, a veces, tarea difícil y en ocasiones imposible. Con frecuencia, por más que se logre, queda algún vestigio amenazando con tomar fuerza y resurgir como el Ave Fénix. Si pidiéramos opinión a Albert Einstein posiblemente repetiría su célebre frase aforística: «Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio». Sobre todo, cuando se da el caso señalado en el párrafo anterior. Citemos a Charlotte Brontë, la célebre autora de la novela Jane Eyre:
«Los prejuicios son sumamente difíciles de erradicar de un corazón cuyo suelo nunca fue preparado o fertilizado por la educación; crecen allí, firmes como malas hierbas entre piedras».
Errare humanun est. «Es propio del hombre equivocarse» ―se ha dicho tantas veces―, pero es propio del hombre sensato y reflexivo enmendar sus errores y reconocer que estaba equivocado. El prejuicio es una gran equivocación que nos arrastra hacia el abismo insondable de la inexactitud, del desasosiego y del subjetivismo, por lo que debemos evitar ser presa de él si queremos ser justos, valorando con claridad de pensamiento las cosas, pero especialmente a las personas.
El apóstol Pablo, en su primera epístola a su discípulo Timoteo, le dice a éste: «Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, y de sus ángeles escogidos, que guardes estas cosas sin prejuicios, no haciendo nada con parcialidad». (1 Timoteo, 5:21).