La decisión del expresidente Leonel Fernández de volver al poder para un cuarto mandato, de concretarse, lo convertiría en el sepulturero de la democracia dominicana, y ni él mismo ni nadie podrían impedirlo. La debilidad institucional que en sus mandatos creció, alimentando la corrupción y la impunidad que mantiene en camilla de enfermo el sistema político que nos rige, no resistiría su vuelta al poder.
Si tres periodos no les fueron suficientes, tampoco los serían otros tantos. Como Trujillo y Balaguer mientras vida tenga. Las políticas del señor Fernández crearon y protegieron a camarillas de adeptos que usaron sus posiciones públicas para enriquecerse a costa de la salud y estabilidad financiera de la República. Los expedientes del Ministerio Público y las auditorías de la Cámara de Cuentas son una radiografía de esa realidad que él se empeña en ignorar, guareciéndolos bajo su sombra.
La herencia de sus administraciones no pudo ser más decepcionante. Le dejó al país un descalabrado sistema educativo y su negativa a entregar al sector los recursos establecidos por una ley firmada por él mismo, quedó como una evidencia irrefutable de su desprecio por la opinión pública y la institucionalidad democrática. El monstruoso déficit que legó a su sucesor carece de parangón. El envío de una turba de paleros para golpear a ciudadanos y periodistas que cubrían una pacífica manifestación en su contra, y la señal de manos con la que aprobara la criminal acción, no dejan dudas de que se haría cualquier desmán para retomar lo que se entiende le pertenece para siempre.
Un líder democrático reconoce que su papel tiene límite en el tiempo. Que la democracia requiere de la renovación permanente del liderazgo político, verdades que obviamente él no acepta. Su eventual postulación contaminaría el proceso hacia mayo del 2016 y cercenaría el relevo generacional que todo partido y nación requieren.