En los tiempos difíciles de Leonid Brezhnev, las dificultades obligaron a muchos escritores soviéticos a emigrar, como fue el caso del poeta Joseph Brodsky, quien se radicó en Estados Unidos. En su monumental obra “La tumba de Lenin. Los últimos días del imperio soviético” (Premio Pulitzer 1994) David Remnick, describe detalles impresionantes del juicio que se le hiciera a ese brillante intelectual por apartarse de las normas establecidas por el Ministerio de Cultura soviético.
“Es como si cada vida tuviera un archivo. En cuanto usted comienza a hacerse conocido, le crean un archivo”, le explicó Brodsky, ya en el exilio, a Remnick. “El archivo comienza a llenarse con esto y lo otro; si usted escribe, el archivo crece a toda velocidad. Es una especie de forma de computarización al estilo Neandertal. Lentamente su archivo comienza a ocupar demasiado espacio en la repisa, entonces simplemente entra un tipo a la oficina y dice: este archivo es muy grande. Vamos por él”. Esto fue lo que finalmente le ocurrió a Brodsky, sometido luego a juicio en Leningrado. El libro menciona el diálogo que en el tribunal el poeta sostuvo con el juez, su acusador, que es una muestra fehaciente de la irracionalidad de la regulación en el campo de la creación artística y literaria:
El juez le pregunta: ¿Profesión? Brodsky le responde: Traductor y poeta. Y a continuación se produce este insólito interrogatorio: ¿Quién lo reconoció a usted como poeta? ¿Quién lo ha clasificado en la categoría de poeta? Nadie. ¿Quién le clasificó en la categoría de ser humano? ¿Estudió para ello? ¿Cómo? Para ser poeta. ¿No intentó usted tomar cursos en la universidad donde uno se prepara para la vida, donde uno aprende? No creí que fuera asunto de educación. ¿Cómo es eso? Pensé que era algo que venía de Dios.