Las denuncias sobre violaciones a la Constitución que se escuchan y leen a diario tienen mucho de hipocresía, lo que no es más, como todos sabemos, que la inconsistencia entre lo que se defiende y se hace o lo que se siente y se dice. La defensa de la Carta que los partidos y buena parte de la dirigencia nacional a diario desconocen o violentan, se basa no en los principios que la sustentan, sino en los intereses que la mayoría de ellos persigue.
Si existiera alguna suerte de tradición de respeto a la Constitución de la República y se aplicaran sanciones a aquellos que la violan, dudo que existieran muchos de esos partidos y líderes que nos hablan a diario de sus valores.
Caminamos hacia un proceso electoral muy complejo, caracterizado por plazos fatales de obligado cumplimiento que requiere de mucha autoridad por parte de los órganos electorales, no solo del responsable de velar por una sana y transparente administración de las elecciones, sino del tribunal a cargo de dirimir los conflictos que de ellas resulten. La única posibilidad de salir airoso de esa experiencia, sobre la cual no hay antecedentes, depende de la confianza que se tenga en esos órganos. Cuando fueron escogidos sus miembros, toda la comunidad política nacional juró respetarlos confiados en su capacidad y honorabilidad. Ahora, su decisión sobre el voto de arrastre coloca a la JCE en el cadalso, con demandas de que sus miembros sean destituidos o renuncien.
No puedo imaginarme qué podría suceder si esos jueces, despojados de autoridad moral, decidieran renunciar a esta altura del juego, porque si no hay elecciones en las fechas previstas, el país quedaría en situación de facto. Todos los poderes del Estado perderían legitimidad y serían ilegales.
Al jugar con fuego, tal vez muchos piensen que solo otros quedarían quemados. Las llamas carbonizarían cuanto hemos logrado en materia de institucionalidad.