Patrimonio cultural es un concepto que se escucha por todas partes, tocado con la ligereza que dan los significados sobreentendidos. Pero, a la hora de la verdad, las cosas son bien diferentes.
Apenas en marzo pasado, los especialistas del Centro León realizaron una encuesta para indagar cómo veían los dominicanos su patrimonio cultural. Personas de edad, sexo, clase social y nivel de escolaridad diferentes mostraron relativa facilidad para mencionar objetos o manifestaciones que forman parte de su repertorio cultural, pero encontraron serios problemas a la hora de definir el concepto. Incluso el 20% de los encuestados respondió negativamente o no estuvo seguro de que existiera un patrimonio cultural dominicano.
Como era de esperar, la primera tendencia del público fue vincular el patrimonio con los monumentos y las obras de arte, secuela de la añeja percepción elitista que presenta el valor patrimonial como algo inherente a los objetos. Esta perspectiva, que se desgaja en la adoración frente a los fetiches del pasado y según la cual el patrimonio es construido por personas dotadas de talento excepcional, tiene sus mejores aliados entre algunos intelectuales y medios tradicionales de comunicación.
También abundaron las alusiones a manifestaciones de la cultura popular cuya importancia ha sido muy exaltada por el poder político en su esfuerzo por construir la imagen un patrimonio cultural único para todos los dominicanos, no importa su posición económica, su pertenencia regional o su nivel educacional. Es esa una operación sesgada, que parece reconocer las expresiones populares, cuando en realidad solo las arranca de las relaciones sociales en las que estas cobran sentido y las despoja de los profundos conflictos que expresan para integrarlas en un edulcorado espectáculo de paz y convivencia que, según todos sabemos, no existe.
El patrimonio cultural es un acervo cuyo sentido se construye en el diario vivir del grupo social, el cual encuentra en su uso (sea práctico o simbólico) un arsenal útil para enfrentar los retos que le plantea la vida y dar solidez a su sentido de pertenencia en el tiempo. Es decir, el valor patrimonial de cualquier objeto, creencia o saber depende del uso consciente o inconsciente, material o simbólico, tangible o intangible que el grupo les da. Esto significa que el patrimonio cultural se vive en presente y es resignificado por los miembros del grupo social en su conjunto.
Todos los seres humanos poseen un capital cultural compartido, no importa si son conscientes de esto o no. Pero conocer y reflexionar sobre el patrimonio cultural propio permite también conocernos mejor por lo que somos y por lo que no, por lo que hacemos y por las maneras en que adoptamos lo que otros hacen. Fomentar en la ciudadanía la seguridad de que todos somos protagonistas y creadores de nuestro patrimonio en el fluyente espacio de la cotidianidad debe ser la primera labor de las instituciones culturales, pues la educación dominicana insiste de modo general en una percepción del patrimonio mucho más cercana al elitismo y la falsa visión paradisíaca tan provechosa para los grupos de poder. Esa conciencia de ser y de pertenecer alimenta la autoestima y abre inmensas posibilidades simbólicas para actuar. Va un ejemplo.
Hace unos días vi en televisión una entrevista con Santiago Antúnez, el preparador cubano de 110 metros con vallas. Mientras el atletismo cubano ha sufrido un verdadero derrumbe en los últimos tiempos, esa disciplina sigue produciendo una asombrosa cantidad de grandes atletas y excelentes resultados, incluidas las medallas de oro olímpicas de Anier García en Sydney 2000 y de Dayron Robles en Beijing 2008. ¿Por qué? Antúnez explicó que, como entrenador, había estudiado las escuelas más importantes del mundo (es decir, la norteamericana, la francesa y la inglesa). “Fue entonces [dijo] cuando descubrí que los corredores cubanos podían ser distintos en el ritmo. La tarea era elaborar una metodología que les permitiera correr las vallas usando el ritmo del son”.
Puede que sea un cuento de Antúnez, ya se sabe lo mentirosos que podemos ser los cubanos, pero el día en que logró convencer a sus corredores de que nadie corría las vallas como ellos porque lo hacían al ritmo del son cubano, estoy seguro de que justo en ese momento Anier y Robles comenzaron su marcha hacia la gloria olímpica.