¿Puede hablarse entonces de una democracia sostenida en un manejo patrimonial del estado? En estricto sentido no. Pero visto en una clave delegativa (presidencialista) el ejercicio democrático dominicano tiene una amplia capacidad de sobrevivencia como forma de estado en una dimensión específica: la propiamente competitiva, la electoral. Es en este plano donde se ha fundado históricamente todo el discurso legitimador de la democracia dominicana, ya que la expresión propiamente ciudadana de la vida democrática se caracteriza por su debilidad.
Sin embargo, es ingenuo asumir que de lo que se trata es simplemente de un ejercicio ciudadano precario, débil o incompleto. Indudablemente que esto ocurre. Pero la clave del problema está en otro sitio, ya que lo que hay que explicar es precisamente cómo sobrevive "la forma democrática" ¿sin contenido? ciudadano.
Es aquí donde interviene la función clientelar en el estado democrático/patrimonialista. Si quien lo controla actuara desconectado de la sociedad en que opera, manejándolo como bien personal, pronto surgiría el conflicto o en cualquier caso su legitimidad seria si no ausente, muy precaria. En esas condiciones el abierto dominio autoritario del estado se impondría más temprano que tarde y las escasas instituciones democráticas que aún existan en este ordenamiento político desaparecerían.
Pero no es así. El manejo patrimonial del estado bajo premisas democráticas encuentra mecanismos bastante efectivos para legitimarse ante la sociedad y surgir como un ordenamiento político legítimo.
Esto debe reflexionarse en dos claves. Por lo pronto, en esas condiciones la competencia electoral se constituye prácticamente en la única institución que le permite a las élites asumirse como actores democráticos, pues las mismas son legitimadas cada cierto tiempo por un ejercicio electoral. Teóricamente, la función de representación se mantiene, pero como hemos visto de hecho esto es simplemente un artificio, pues en tales condiciones quien controle los aparatos de estado termina condicionando la práctica electoral, al menos durante un gran tiempo. El segundo asunto es el más relevante. Para que este dominio pueda sostenerse sobre premisas creíbles, se requiere, en un mismo movimiento, de un lado una gran capacidad de condicionamiento del voto de forma que las 'elites puedan prácticamente determinar la decisión ciudadana. Lo otro es el mecanismo a partir del cual esto se produce, se trata del rol del clientelismo.
Como el clientelismo apela a una relación "diádica" patrón/cliente, donde el primero por medio de prebendas somete a su dominio al segundo, se establece una cadena de lazos de dependencia que generaliza en el sistema político la relación clientelar como el procedimiento mediante el cual las 'elites patrimonialistas movilizan el voto, y por este medio controlan la voluntad del votante. Para que esto se produzca es necesario que el ciudadano se vea a sí mismo en la relación clientelar como un ente aislado, solo preocupado por la prebenda que obtendrá al conectarse con el patrón o jefe político, se requiere que el individuo ahora convertido en cliente se haya desprendido de cualquier otro compromiso colectivo que le limite en su potencial de acción prebendalista.
Los resultados de este ejercicio son claros. En primer lugar, el elector deja de ser ciudadano, pasando a constituirse simplemente en un cliente. Como categoría el cliente no pierde sus derechos políticos, pero pierde su potencial de decisión libre. En segundo lugar, la movilización clientelar es por definición particularista y por ello está impedida de contribuir a una acción colectiva que cuestione el poder del sistema de dependencias así constituido, en otras palabras: el cliente no puede actuar en la arena pública como un potencial sujeto político, pues su lazo de dependencia con el jefe, caudillo, líder o patrón, lo separa del conjunto social en el que se mueve, llámese barrio, pueblo o nación.
Para que todo lo narrado pueda ocurrir se necesitan recursos, y estos los proporciona el estado bajo el control de 'elites patrimonialistas. En la moderna teoría política, se asume que esto introduce un sesgo ligeramente distinto en el dominio patrimonial del estado, hablándose ahora de neopatrimonialismo, pues en tales condiciones el patrimonialismo pasa a depender para su legitimidad del clientelismo electoral. Por ello es que se entiende que aún en esas condiciones puede continuarse hablando de un modelo político democrático, siendo este el aspecto "moderno" del asunto.
Naturalmente, todo esto convierte la política electoral en un verdadero negocio donde la voluntad y decisión ciudadana no sólo está ausente, sino que es sustituida por la potencia financiera de las élites que controlan dicho mercado. Es de esta forma que quien controle mayores recursos, o la fuente que los origina (el estado) termina imponiendo su voluntad en la competencia electoral. Es por esta vía, con el apoyo masivo de los medios de comunicación, que en tales condiciones la clásica movilización política de masas se sustituye por la compra de clientes y el principio de representación democrática, que asume como su premisa al ciudadano como su célula germinal, desaparece.
Sin negar la necesidad de transformación del sistema de partidos, y del propio estado, articulado en una lógica neopatrimonialista, tengo la convicción de que es una ilusión enfrentar esta realidad simplemente asumiendo que esto lo resolverán los partidos, o que simples políticas estatales de transparencia o rendición de cuentas eliminaran el clientelismo, o lograran que se modifique el uso de recursos estatales para fines privados. Creo que si alguna transformación es posible debe venir de la propia sociedad. Sin negar la importancia del sistema de partidos, se requiere la organización del ciudadano como tal y su constitución en una fuente de impugnación al que las élites políticas atiendan. Sólo cuando esto se produzca se podrá hablar de la producción de un nuevo esquema de relaciones entre estado y sociedad que dé paso a un cambio cultural e institucional que vaya derrotando el clientelismo y sobre todo vaya reduciendo el uso del estado como un bien personal de las élites políticas