Por su propia naturaleza, el patrimonialismo no es democrático. Vale decir, por asumir las instituciones del estado y los bienes de la nación como recursos personales de quien gobierna, el patrimonialismo riñe con el principio constitutivo de la democracia, pues ésta separa la institución de  la ley y del estado del  individuo o grupo gobernante, asume el principio de la ley por sobre la voluntad personal de los sujetos y establece como principio ordenador y regulador del poder la representación democrática. 

En nuestro país, como sabemos, el estado se maneja patrimonialmente por quienes asumen su control. En este sentido, la llamada forma presidencialista de nuestra democracia política, independientemente de que la misma es legítima y viable –al menos en la teoría democrática general-, en el caso criollo, al sostenerse en una lógica patrimonialista, hace del estado  un bien de quienes gobiernan, particularmente del presidente de la república, sea este un político liberal o un conservador modernista, como es el caso de Leonel Fernández. 

Posiblemente sea el manejo patrimonial del estado el principal obstáculo para que en países como República Dominicana no se consolide la democracia como estado de derecho, comunidad de ciudadanos libres y un verdadero pacto que asegure los elementos mínimos del bienestar a la gente. 

Me parece claro que en República Dominicana es el manejo patrimonial del estado la base material del clientelismo como principal mecanismo de producción de legitimidades políticas. La dinámica que articula su práctica es sumamente compleja. Veamos. 

En primer lugar pasa por la consolidación y desarrollo hasta el paroxismo del sesgo presidencialista del Poder Ejecutivo. Se requiere en esta modalidad que el primer mandatario reciba –como afirma O’Donnell- una suerte de mandato o delegación del poder que lo convierte en el sumo representante de la gente en el estado. Por esta vía el Presidente suplanta a los verdaderos y efectivos representantes del pueblo en el Estado: el Congreso. De esta forma, la función administrativa y de dirección del estado termina añadiendo a su poder de dirección administrativa la función de representación popular. 

Asumido este ejercicio, legitimada esta tarea de delegación, en el fondo autoritaria, del poder, la función de representación se invierte: el Presidente surge como una suerte de garante de los intereses del pueblo ante el parlamento y no éste sobre aquel. 

En una democracia efectiva quienes hacen la ley, exigen que el Poder Ejecutivo rinda cuentas del uso del dinero de la gente y cumpla los compromisos pactados ante el propio Congreso. En una democracia patrimonialista estas funciones terminan siendo objeto de vigilancia de quien en principio debe ser el sujeto vigilado. 

A partir de ahí se teje una ideología que oscurece los hechos. El congreso es visto como centro de todo tipo de trucos y manejo de prebendas en el manejo de las leyes y el ejecutivo como fuente de todas las virtudes, aunque naturalmente las culpas se repartan entre ambos. Con ello se produce un movimiento interesante: al ejecutivo no se le exigen cuentas, el debate del presupuesto se convierte en un ejercicio retórico en manos del Congreso, donde se busca sobre todo complacer al primer mandatario y en el mejor de los casos el legislador busca que en el mismo se consignen favores regionales que se identifican como "tareas del desarrollo". En una palabra, el Congreso pasa a funcionar como una oficina legitimadora del poder presidencial. 

En este modelo lo ideal es un congreso monolítico con una sola fuerza, o el predominio aplastante de un partido. Si en el mismo se produce una composición de fuerzas donde el ejecutivo no predomina como fuerza política, el recurso a la compra de legisladores termina imponiéndose, y en el peor escenario se apela simplemente a la fuerza, vale decir al uso de decretos como sustitutos efectivos de la ley. 

En este camino, en la medida en que se imponen las soluciones de "mayoría" en el congreso, la estructura institucional del estado en sus instancias fundamentales, donde deben dirimirse conflictos o rendirse cuentas, terminan siendo hegemonizadas por las fuerzas del ejecutivo, quedando de alguna manera en sus manos el andamiaje en que descansa el ejercicio y dinámica del estado de derecho, cuando este existe.  El caso dominicano es ejemplar en este punto. Sólo tenemos que ver la fuerza y predominio del presidencialismo, en  instancias claves del estado de derecho como son la Suprema Corte de Justicia, el Tribunal Constitucional, el Tribunal Electoral que aun no se nombra, la Junta Central Electoral ya nombrada, la Cámara de Cuentas y otras instancias que dependen del poder congresional. 

Organizada de esa manera las relaciones entre las diversas instancias que componen los poderes del estado han terminado girando como fuerzas satelitales del Poder Ejecutivo y en consecuencia del poder personal del propio Presidente de turno. Esto ha ocurrido con todos los presidentes que se han sucedido desde la muerte de Trujillo a nuestros días, pero han sido Balaguer y Fernández quienes han expresado y encarnado de manera más amplia y plena el carácter patrimonial del poder, no simplemente por la dimensión de los recursos públicos que han controlado y usado, sino por la eficacia del control que sobre los aparatos de estado han ejercido.

Dicho en otras palabras: el patrimonialismo como lógica del poder no sólo somete los poderes del estado a un dominio privado de quienes lo controlan, también infringe un sesgo particularista a la función pública y a la práctica del poder. Las consecuencias son diversas. Por lo pronto, como ya veíamos, hace del Presidente el centro del poder político en el estado y con ello desploma la construcción democrática del principio de representación, anulando entre otras cosas la función, autonomía y poder del Congreso. 

En segundo lugar introduce un sesgo particularista en toda la organización de la función pública convirtiendo a los ministros y altos funcionarios en simples delegados del Presidente y al mismo tiempo en potenciales enemigos del mismo. Por esta misma ruta cada ministerio e institución pública termina convirtiéndose en un microcosmos de lo que a nivel general ocurre en el estado. Se tiene así una miríada de pequeños presidentes que compiten entre sí por la sucesión. El espectáculo lo vemos en este país todos los días en la prensa. Pero todo esto se articula con el problema mayor del patrimonialismo de estado: el particularismo presidencial. Es aquí donde surge el problema del continuismo reeleccionista, ya que en el fondo lo que este expresa es simplemente el hecho de que por definición el uso personal de los recursos públicos tiende a perpetuar en el poder a quien controle el gobierno. 

Y es por ello que el patrimonialismo es por definición no democrático y en sus variantes extremas conduce al autoritarismo abierto, ya que en última instancia navega mejor en un medio institucional donde no exista el pluralismo, la ley se somete al interés personal de quien gobierne y éste tiende a concentrar el poder en términos personales. En una situación así en última instancia el gobierno de los hombres se impone al gobierno de las leyes.