A los niños nos enseñaron a decirle Parque de los Indios, aunque ha permanecido el nombre Parque Mirador de Sur, por su espectacular vista panorámica al horizonte del mar Caribe algunos kilómetros más abajo. En el Mirador es fácil sentirse en un ambiente apasible.
En esas caminatas me reencuentro. Mi bohío paterno en la calle La Cantera, la escuela donde estudié primaria y secundaria, el Colegio Santo Domingo, así como el Parque, están edificados al borde de la línea del farrallón, costa de emersión que divide en dos niveles nuestra ciudad. La gran muralla rocosa de más de 40 kilómetros, que va desde Haina hasta la Autopista de la Américas, convierte a una ciudad bastante plana en un edificio de dos pisos.
El farrallón es una deslumbrante evidencia de otra era geológica del planeta, cuando nuestra isla no era indivisa, sino un archipiélago de pequeños cayos e islotes. En algún momento, el mar se retiró dejando incrustaciones de pequeños animales fósiles en lo que fue la costa en el pasado. Con ellos me acostumbré a convivir, como el que tiene mascotas domésticas.
El Mirador, el tramo más llamativo del farallón, me es familiar hasta ese grado. Jugué a Perdidos en el espacio escalando con siete y ocho años, en el tramo de mi cuácara (barrio o comarca) del farallón; lo bajé decenas de veces corriendo con doce y trece años, por las escaleras del colegio con mi amiga Nancy Guerrero, a escondidas, mientras las demás todavía cantaban en el Himno Nacional antes de iniciar las clases. Nada mas delicioso a esa edad del pavo, que irnos a dar un chapuzón en la piscina, al pie del farrallón y dentro del recinto escolar, con el agua bien fría, antes de que tocara el timbre para entrar a clases como dos dajao (peces de río).
En el Mirador, con una extensión de más seis kilómetros sobre el farallón, donde pisas y caminas entre miles de esos fósiles, me siento parte. Soy emocionalmente otro animal incrustado a esa pared de roca. Esa pared cuenta un cuento paleoclimático, al que siento he regresado a adherirme, para seguir viviendo sus historias, en un ritual cuasi aborigen.
Caminar es reflexionar, y aunque disfruté por seis años del parque Chapultepec, el de la Alameda Central y el vertical Ferrocaril de Cuervanaca, este último que me llevaba a pie de casa al trabajo, es el parque Mirador el de mi predilección.
En los años noventa caminé sus rutas y grutas. Lo hize embarazada, luego le llevé dos niños en cochecitos que tenían sus cunas en la acera de enfrente, en un modesto caney donde nacieron ellos, mis hijos, a la vera del parque Mirador. Mientras oía The Police en mi discman cantar Walking in your footsteps, les improvisaba un cuento durante su paseo en coche: Había una vez un parque por donde caminaban dinosaurios y brontosaurios y ahora viven dos niños que se llaman Hugo y Simón. Los animalitos quieren venir del pasado cruzando túneles del tiempo dentro las cuevas para jugar con ellos…
Bajo la sombra de sus árboles flamboyanes, he vuelto a caminarlo desde hace dos meses saludando a cada paso a viejas amistades residentes en esta sección del antiguo cacicazgo de Maguana. Sigo con la mirada a las niñas en bicicleta, y vuelvo a verme en sus pedales. En el Parque mi papá me enseño a montar bici. Un señor mulato con trote elegante me cruzó esta mañana en mi paseo matinal. Venía entretenida oyendo en mis audífonos un conversatorio con Lina Khan por YouTube, cuando el caballero andante me rebasó. Por un momento salí del pronóstico de democracia digital que promete la funcionaria estadounidense y creí ver otra vez a mi papá. Operado de una cirugía de corazón abierto, el Mirador fue un gran aliado de su recuperación.
El año que me alfabeticé en el Colegio Santa Teresita hubo un paseo para conocerlo. Por cierto, su recinto primario está a la vera del farallón. Luego de jugar y correr, quise pasar al baño ubicado en la caseta con murales de José Ramírez Conde y Amable Sterling. Sus estampas de los taínos completaron la historia que cuenta el diseño del parque orgánicamente temático. Tenía cincuenta años sin pararme frente ese mural, como ese día, en absoluta contemplación. Esta semana me acerqué para disfrutar de esa sensación vivida a mis seis años, y los encuentro deteriorados. Se impone un rescate.
El diseño y la ejecución del parque, autoría de los arquitectos Manuel Valverde Podestá (EPD) y Eugenio Pérez Montás, así como un primer tramo a cargo de Cristian Martínez, evoca la riqueza de la biodiversidad de nuestro territorio insular de los reinos o cinco cacicazgos de los taínos, la gobernanza que regía originaria al momento de la llegada de Guamikeni (Cristóbal Colón); los historiadores la describen pacífica y armónica.
Los arquitectos mencionados tuvieron una asociada, con la que hicieron un joint venture redituable a largo plazo. Ella es la madre naturaleza. Con los años, las lluvias y las estaciones, el pulmón verde resplandece. Hoy, los drones nos permiten apreciar lo que solo los residentes en altas torres podían. El Parque Mirador es un inmenso jardin tropical. Una recreación de Haití, nombre aborigen de la isla La Española.
Cierto que hay oportunidades de mejoría que algunos usuarios me han pedido reportar, tales como, la reparación y tratamiento que ameritan los drenajes y el pavimento. No obstante, justo es decir que los servicios del parque han mejorado, y actualmente tiene plena ocupación. En los años noventa había segmentos solitarios e inseguros, y personalmente fui víctima de un atraco. Hoy, en cada tramo del parque, da gusto ver a ciudadanos haciendo toda clase de deportes, familias y amigos celebrando picnics, personas congregadas en sus cultos religiosos, y a los caminantes militantemente recorriendo sus trechos.
Como humanidad de otros tiempos, los taínos tenían mitologías. Creían que las cuevas, como la gran Guacara Taína en el centro del parque, eran rutas que comunicaban a otras dimensiones de donde salieron el sol y la luna, cuenta Fray Ramón Pané. Me parece que esa era una leyenda para entretener en noches estrelladas a los niños taínos. Lo cierto es que el parque Mirador se ha convertido en un espacio donde la ciudadanía y la natureleza se comunican en armonía.
Además de mis reminisencias personales, el parque Mirador es mi lugar público favorito de Santo Domingo, porque en ese bien del dominio público, los capitaleños y demás residentes de la capital dominicana, hemos demostrado la plena comprensión de las reglas de la convivencia.
Hemos puesto de nuestra parte para promover la salud pública preventiva, cooperamos en el ciudado de un bien común y, como hijos de taínos agradecidos, ofrendamos merecido respeto a nuestro pequeño cacicazgo tropical, obra de encanto tureyguá (celestial).
Para don Eugenio, con aprecio.