Releyendo Mis creencias de Albert Einstein, ese genio de la humanidad que ha levantado tantas polémicas por sus aportes científicos acerca de la energía nuclear, las Leyes de la relatividad general y su impronta de interrogarse a sí mismo sobre la bomba atómica, observamos su preocupación por el destino que pudiera correr la humanidad en caso de una conflagración. Y finalmente se desató la Segunda Guerra Mundial y su fórmula se convirtió en la estructura físico-química que devastó dos ciudades de Japón so pretexto de Estados Unidos de detener al enemigo el 6 y 9 de agosto de 1945.
Einstein dejó abierta la página de la historia cuestionándose el inmenso rol de la ciencia en cuanto a los principios inquebrantables de un conocimiento científico apegado a valores.
En el texto, una recopilación de sus disertaciones y escritos recogidos entre los años 30s a 50s, Einstein propone el fomento y la divulgación de los avances de la ciencia para el conocimiento de la humanidad, y al tiempo que hace una defensa reiterada del progreso espiritual de los pueblos. Su preocupación va apuntalada a no descuidar los sanos sentimientos de los individuos, la promoción y educación en valores que han de guiar el proceder de los científicos para orientar a las naciones.
En sus opiniones sobre los derechos humanos engarzados en variados trabajos, en medio de esos tormentosos tiempos de la Guerra Mundial, expone con transparente modestia al concedérsele un reconocimiento por entregarse a la lucha por la libertad: " …expresé mi opinión sobre cuestiones públicas siempre que me parecieran desgraciadas y negativas, es decir cuando el silencio me habría obligado a sentirme culpable de complicidad." ( Mis Creencias, p. 22). Así cuestionaba recibir esos reconocimientos, pues otros habían trabajado de forma sistemática tal cuestión, pero que además los derechos y la libertad no se exhiben como estrellas en la frente, sino que son resultados de ilustres hombres en toda la historia humana.
No sabemos, puesto que no he encontrado datos fehacientes, si Einstein -que sigue en el tiempo a Eugenio María de Hostos- pudo apreciar la doctrina del inmenso caribeño y antillano, pero hemos detectado un extraordinario juicio similar en cuanto al paralelismo en que han de fundarse la ciencia y los principios éticos. Toda ciencia, todo conocimiento y la educación como soporte primerísimo de los individuos han de soportarse en la moral, porque ciencia que no contribuya al bienestar de la humanidad, a los nobles sentimientos y al desarrollo espiritual de la humanidad, no hace bien a los individuos.
Hostos, como expresé en un artículo anterior sobre el Maestro, en su Moral Social expone con vehemencia al desvincular de la educación las prédicas ortodoxas amparadas en los principios laicos que sustentó en el sistema educativo de la enseñanza normalista y general. La educación cobra sentido cuando se supedita al fundamento y objetivo de la moral. Esos principios humanísticos modelan el paradigma conceptual de Hostos y Einstein.
Si reflexionamos sabiamente, ante un mundo impactado por un avance vertiginoso de la ciencia y la revolución de la tecnología a todos los niveles de la creación de artefactos y mercancías novedosas, que nos sitúan en una vida de calidad material y confort; más que nunca nos vemos forzados a rescatar los nobles principios de estos maestros, sus utopías, que ya soñaron como primicias que avizoraron en sus bellas y útiles especulaciones para advertirle al mundo de las dramáticas secuelas que podría vivir la humanidad.
La tecnología y el conocimiento avanzan como torbellino insaciable de un mercado que no traza límites ni fronteras comerciales, (filosofía neoliberal) en cambio como diabólica paradoja se impone paralelo un salvajismo desigual, que estructura un espacio social como algo natural de antivalores: idolatría, egocentrismo, depredación medio ambiental, adicción, hipocresía, simulación y megalomanía. Donde el discurso lleva en sus entrañas lingüísticas y retóricas el afán desmedido por asentar en nuestras empobrecidas mentes la intromisión falsa de que nada ha de cambiar: "nada cambia, y si algo cambia, es porque no-es", como el ser de Parménides, el sabio griego.