La Iglesia Católica ha tenido un notable acierto al relanzarse al “mercado espiritual” con el nuevo papa Francisco, que al menos de fachadas para afuera -y probablemente en muchas de sus convicciones, iniciativas y abordaje de problemas- luce más digerible que el anterior. Solo por el hecho de ser el único argentino que ha hecho fama con su modestia y humildad, ya es un aporte inesperado y más que sorprendente.
El papa Benedicto era una calamidad rotunda, no tanto por sus hechos, funciones y pensamientos, que la gente no conoce, ni le importa; sino primordialmente porque su aspecto de Emperador Palpatine de La Guerra de las Galaxias, compaginaba con perturbadora y muy elocuente puntualidad, con ciertos cimientos y tras patios de la institución que encabezaba. Las combinaciones no deben ser tan visibles. Y menos, si son de naturaleza un tanto ominosa.
Huesudo hasta lo cadavérico, sin poder confundirse con un “iluminado”; con ojeras profundas, que no lucen piadosas; mirada a lo “Terminator”, el “carisma” de una momia y la calidez de un témpano, arrastrando todas las ruidosas y costosas cántaras de los pederastas y las estafas financieras que San Juan Pablo II había dejado en sus manos, del pobre Benedicto, se desprendía un aura de malevolencia cinematográfica, difícil de obviar.
¿Por qué no la humildad de no hacerse construir templos sobrevaluados? ¿Por qué no la humildad de devolver, digamos, los millones de la sobrevaluación de la catedral de Santiago en República Dominicana?
Había que sacrificar un cordero, que bien podía no ser exactamente un cordero, sino, para variar, un peligroso macho cabrío, que hubiera fungido como uno de los pilares de esa iglesia escolástica, imperial, sedienta de poder, que barrió con las amenazas de la teología de la liberación, para afianzarse en el conocido, recomendable y nada amenazador poder de este mundo, con socios como Reagan y Thatcher.
La Iglesia Católica emergió del papado de Juan Pablo II embebida en lo peor de sí y no es que eso implicara grandes novedades, sino que el mundo se había transformado de tal forma, que “lo de siempre” aparecía, y aparece ahora, bajo unos focos más potentes y muy poco favorables, excepción hecha de lugares como República Dominicana, donde los apagones alcanzan a esos focos y las barbaridades que El Cardenal ha conseguido esconder bajo los faldones de su atuendo, son ignoradas hasta por el propio Dios.
Con una iglesia marcada por los escándalos por pederastia y las quiebras económicas para recompensar a miles de personas que fueron abusadas, pusieron en escena al primer papa del Tercer Mundo, que, contrario al anterior, no parece un frío estilete ensangrentado con el que se acaba de perpetrar un crimen, sino que es simpático, bonachón, “sencillo”, “humilde”, con un aspecto de bondadosa bonhomía, no carente de cierto humor.
¡Puede abordar un transporte público! ¡Renunció a que le confeccionan los tradicionales zapatos rojos que sirvieron de inspiración a los de Dorothy en El Mago de Oz! ¡Llamó por teléfono al señor que le vendía el periódico para saludarlo! En conclusión, un dechado de virtudes.
Y hay que reconocerlo: no solo “esas” virtudes mediáticas, sino algunas de una naturaleza que podemos apreciar especialmente nosotros, los que hemos padecido a autoridades religiosas, que son “príncipes” no solo de su iglesia, sino de la sociedad en la que reinan.
A primera vista cae bien y luce esperanzador un Papa que denuncie las estafas con las bodas y bautizos, que no auspicie odios contra los homosexuales, que tenga la necesaria racionalidad para, por lo menos, recomendarle explícitamente a quienes le siguen, que no estén teniendo hijos como conejos y que les prescriba humildad a sus cardenales y les advierta que el poder y la riqueza pueden aturdir como el alcohol en un estómago vacío.
Dan ganas de aplaudirlo, pero hay un problema. ¿Son la opulencia, el tráfico de influencias, el acceso privilegiado a recursos públicos, la impunidad y el poder una elección individual de cada Cardenal, o eso se ajusta a la elección de La Iglesia Católica, como institución?
No me cabe dudas de que el matatanismo y la tutumposidad del Cardenal dominicano López Rodríguez, por ejemplo, son particularidades que estaban presentes en él, antes de tener el poder para desplegarlos en todo su esplendor, pero no ha sido la Iglesia Católica un inmejorable detonante para ciertas vocaciones de atropello? ¿A cuánta gente la Iglesia le ha servido de sombrilla para acumular fortunas, violar niños y atiborrarse de poder?
¿No es a la Iglesia misma a la que el papa debe proponerle alguna humildad? ¿La humildad de no estar saqueando presupuestos de países sin la institucionalidad indispensable para separar religiones y Estado, por ejemplo? ¿Qué tal la humildad de renunciar a concordatos firmados todos con tiranos y que lesionan derechos humanos y civiles? ¿Y qué de la humildad de no intervenir en la imposición de leyes que lesionan los derechos de las mujeres?
¿Por qué no la humildad de no hacerse construir templos sobrevaluados? ¿Por qué no la humildad de devolver, digamos, los millones de la sobrevaluación de la catedral de Santiago en República Dominicana? ¿Que tal la humildad de no tragarse los espacios públicos?
¿Qué tal si en vez de pedirle humildad a individuos, no se establece como reglamento la humildad institucional?
¿Y por qué en vez de considerar hipócritas solo a los religiosos que viven en la opulencia, no se aplica la misma regla a las instituciones opulentas que viven de la religión?