Ni fue casual la aparición de San Francisco de Asís en el siglo trece, ni que el actual papa decidiera escoger para su papado ese nombre. En un rapto místico, mientras rezaba en la Iglesia de San Damián, en las afueras de Assisi, el santo escuchó a Dios: "Francisco, tienes que reparar mi casa, porque está en ruinas". Puede haberle dicho lo mismo al cónclave que escogió al Cardenal Borgolio; la Iglesia Católica estaba necesitada de reparaciones impostergables.
El siglo trece fue el tiempo del primer Francisco. Para entonces, los sucesores de Pedro ejercían con vicios de monarcas terrenales, ávidos de riquezas y poder. Olvidaron el cristianismo. El deterioro llegó a tal extremo que, igual que ahora, surgió un reformador dentro del clero. El santo de Asís corrigió la degradación predicando la doctrina, acercándose a los pobres, y defendió la naturaleza como creación divina.
No cabe duda, el actual pontífice, igual que el fundador de los franciscanos, ha logrado refrescar y reavivar el catolicismo, a pesar del gobierno paralelo de la curia, firmemente apegado a intereses pecuniarios. Parte de esas brisas frescas nos llegaron desde Roma: la vieja jerarquía católica, elitista y ventajista, fue sustituida por clérigos de talante franciscano. Se amargaron los tradicionalistas, pero se alegró el verdadero creyente satisfecho de la humildad, sosiego, parquedad, y distancia del poder político.
Sería devastador, una gran decepción para la feligresía, si se llegase a confirmar alguna día que esa estrategia de “tira y afloja” fue bendecida desde Roma
Así las cosas, no poco fue el entusiasmo de la grey, y hasta de los que no creen, cuando escucharon a obispos y arzobispos criticar, antes y durante las siete palabras de semana santa, las acciones dictatoriales del gobierno y el retroceso reeleccionista. Diría, sin exagerar, que causaron un auténtico regocijo.
Sin embargo, regocijándonos, perdimos de vista que el catolicismo siempre defiende – a veces con fiereza – sus intereses económicos. Y ahora, después de la reunión en palacio, nos obligaron a recordar que todavía existe esa íntima asociación entre los gobiernos dominicanos y el clero, sellada por el concordato, un acuerdo en el que se intercambian beneficios de poder y dinero. Ni la Iglesia ni el Estado tienen intención de renunciar a ese compromiso. Ha quedado claro.
Si bien las palabras de Monseñor Ozoria y sus obispos hicieron pensar en las reformas del Papa Francisco, bastaron unos días para dejar de hacerlo: la foto en palacio, y las declaraciones a la prensa, llevaron a sospechar que aquello fue una clásica maniobra política: “el golpe y el sobe”, buscando mayores prebendas. Esos rostros de monje escondían trucos de abyecto tigueraje político. Tan coordinada operación de jala y afloja no me parece casual. “Se terminarán las obras que el gobierno construye para la Iglesia”.
Intentando ser condescendiente, podría pensarse que el arzobispo y su acompañante fueron víctimas de una trampa danilista para humillarlos y desacreditarlos públicamente. Una venganza. Pero ¿y las obras, las sonrisas, las declaraciones, y el silencio posterior? Para mí, no hubo trampa, la trampa la hicieron los jerarcas católicos. Se la hicieron al pueblo dominicano.
Deslumbrados por el carisma y las buenas intenciones del papa Francisco, decidimos creerles ciegamente a sus representantes. Pero, una vez más, ellos jugaron con la fe para acrecentar su patrimonio; igual como lo hacían aquellos papas corrompidos que enfrentó San Francisco de Asís en Italia.
Sería devastador, una gran decepción para la feligresía, si se llegase a confirmar alguna día que esa estrategia de “tira y afloja” fue bendecida desde Roma. Dios nos libre, pues entonces Bergolio, Ozoria, y el resto de la elite católica seguirían más cerca de los Borgias que del reformador de Assisi.