"¡Cosa maravillosa es el oro! Quien tiene oro es dueño y señor de cuanto apetece. Con oro, hasta se hacen entrar las almas en el paraíso."
Cristóbal Colón (1503)
En la ciudad de México, en una colonia de mega ricos, se encuentra la llamada Colina del Perro. Fue bautizada así en honor al fallecido expresidente José López Portillo. Sucede que en uno de sus ampulosos y floridos discursos -típicos de la tradición política mexicana- dijo que iba a defender el peso “como un perro”… y al poco tiempo el peso se devaluó majestuosamente. De ahí se estatuyó un sistema práctico de advertencia: cuando un funcionario resalta la solidez o corrección de una situación, ¡aguas!, muy probablemente está afirmando la condición contraria. Lo bueno no hay que enfatizarlo, se muestra solo.
Esta historia viene a cuento al leer que uno de nuestros flamantes –debía decir “flagrantes”- congresistas, siempre preocupados por el bienestar de la población, redactó un proyecto de resolución para que la Junta Monetaria decrete “la salida de circulación del chele”. De inmediato el gobernador del Banco Central le salió al paso a tan infausta iniciativa aseverando que tal idea contradice el Código Monetario y Financiero (CMF) y hasta la Constitución de la República, además de que significaría enormes e insalvables contratiempos para el sistema monetario y financiero del país. ¿Ud. se imagina, redondear el tipo de cambio? Que en vez de a 41.60 el dólar se tuviera que vender a 42.00 Porque el tipo de cambio de venta los bancos lo irían a redondear hacia arriba y el de compra hacia abajo, “con la autorización de la Junta Monetaria”, de eso no tenga Ud. ninguna duda. Eliminar los cheles sería una locura.
Pero, ¿eliminar los cheles? ¿Y dónde están los cheles para eliminarlos? Porque hace ya un buen rato -¿qué, veinte años?- que los cheles simple y llanamente no circulan, son un mero símbolo. Antes se decía que algo está “a dos por chele” como expresión de abundancia y baratura. En los setenta, las mentas (verdes, de guardia) eran hasta a cinco por chele. Resultado de -¡caramba, qué cosas!- la inflación, esa que dice el Banco Central que no existe, la tasa de cambio de mentas por cheles ha ido diminuyendo: a tres por chele, a dos por chele, a chele, y más adelante ¡a peso!
A raíz de la brillante “sentencia de muerte a un fallecido” muchos articulistas han sacado a relucir “el abuso” que cometen los comercios al entregar una menta o un caramelo en sustitución forzada de un peso de cambio. Bajan Constitución, leyes y toda la jurisprudencia del mundo para enfatizar el derecho de los consumidores a recibir su cambio exacto, y ponen el ejemplo de los Estados Unidos donde cualquier doña de barrio lo exige apasionadamente. Se supone que en esto se pone en juego el derecho sagrado a la propiedad privada.
Creo que están confundiendo cosas y haciendo una tormenta, no en un vaso de agua sino en lo menos importante. Después de la expresión “a dos por chele” vino la de “el pan a peso”, con el mismo significado. Hoy día los abuelos sacan los títulos de propiedades que compraron a mil quinientos pesos, un solar de mil metros en Gazcue, en el 1951. Los hijos de los abuelos, hoy los padres, con mil pesos compraron un carro nuevo, en los sesenta. Y así por el estilo. ¿Cuánto se le da a uno de los jóvenes limpia vidrios que se emplean en los semáforos? ¿Diez cheles? No sólo es que no hay cheles, no hay ni cinco, ni diez, veinticinco ni cincuenta cheles, que todos existieron y hoy sólo tienen valor numismático. Aún más, existió el peso de papel, los cinco y los diez. Y los inefables veinte pesos –en un momento orgullo técnico de seguridad de la moneda para el Banco Central- pues tampoco nadie les hace caso. No nos llamemos a engaño: la denominación mínima significativa a efectos de la circulación monetaria real es la actual moneda de cinco pesos, que nada dice de los centavos como signo. Dejando fuera a los narcisistas obsesivos, a cualquier persona no le conmueve demasiado que le cobren 10 mil pesos o 10,000.04. Estos cuatro centavos son más un anacronismo mercadológico que otra cosa, como el peso de los 61 pesos que cobra el primer peaje de la carretera a Samaná. Nada más en la gasolina quemada en las filas que este peso causa se gasta mucho más que esta diferencia.
La inflación –la misma que dice el Banco Central que no existe, que es cuestión de “percepción”- se ocupa de erradicar las denominaciones inferiores. ¿Una moneda de veinticinco pesos es mucho? Miremos alrededor; no hace mucho tiempo –antes de la “reforma monetaria” en México las había de quinientos pesos. ¿Dos mil pesos es una denominación muy alta para un billete? En un momento determinado en Argentina circularon billetes de 50 mil pesos. Llega un momento que los ceros no caben en la calculadora y las cifras pierden significado: si una cajetilla de cigarrillos vale cien mil pesos, entonces un edificio cuesta… no hace sentido, millones de millones. No hay que maniobrar entre tantos ceros para comprar y vender. Entonces se hace una “reforma monetaria” para correr dos, tres o cuatro ceros a la izquierda la denominación actual y lo que antes era diez mil ahora es diez. Y el Banco Central empieza a tirar pesos para la calle de nuevo.
La Ley de Gresham dice que, en la circulación, la moneda mala sustituye la buena. Su expresión suprema es la circulación de papel moneda, dinero esencialmente fiat. Si tenemos la alternativa, entre dos monedas, una de ley comprobada, y otra seguramente envilecida, compramos con esta última y atesoramos la primera. La moneda es dinero, pero no todo dinero es moneda. Originalmente el dinero eran los metales preciosos (muchos otros objetos han fungido como medio de cambio: pieles, dientes…), todos recordamos a los vaqueros de oeste norteamericano sacando sus bolsitas de cuero con pepitas de oro, y al tendero pesando el oro para despacharle. Por lo mismo, originalmente el nombre de las monedas emergen de las medidas de peso físico: onzas, libras, etc.
La moneda es dinero acuñado, y desde que surge la posibilidad para el Estado de acuñar moneda –que no es más que estampar un sello certificando su ley: peso y calidad-, surge la posibilidad de envilecer la moneda, es decir, de crear una diferencia entre su ley y su sello. De ahí al dinero fiat hay sólo un paso. En este último caso no hay posibilidad de rechazar su recibo por cuanto el Estado impone la circulación forzosa, es decir, la obligación de recibir la moneda nacional como pago “de todas las deudas, públicas y privadas” como dice el facsímil de nuestro “peso oro”. ¡Cosa curiosa, ni la Constitución ni el CMF fijan paridad respecto al oro o respecto al dólar. Esas cosas desagradables se la dejan… al mercado. Eso sí, no se olvidan de otorgar al Banco Central el monopolio de la emisión monetaria, por supuesto, en aras de la “estabilidad de precios y cambiaria” (Art. 228 de la Constitución). Helo aquí. No recuerdo quién fue que primero dijo que reconocemos la existencia del Estado al identificar tres monopolios: el de la recaudación fiscal, el de la emisión monetaria y el de la fuerza. ¿Entendemos ahora? La razón de la fuerza para la exacción.
Ciertamente el CMF divide el peso en cien centavos (Art. 24) pero, imaginemos que el Gobernador del Banco Central, que gana un millón de pesos, le fuera pagado su sueldo en cheles. Serían 100 millones de cheles. La emisión más reciente de los pennys americanos tiene un peso de 2.8 gramos y una composición de 97.5% de zinc y 2.5 % de cobre. El sueldo del Gobernador pesaría 250 toneladas métricas, con un contenido en cobre de 6.25 toneladas, muy atractivo para los fundidores de metal. Si se utilizara el recurso de pagar los sueldos del monopolio emisor en cheles para ponerlos a circular, haría falta la colaboración de Fenatrado, esta vez un monopolio del transporte de carga, para lograr este propósito.
Un corolario, pues, de la Ley de Gresham es que las denominaciones altas del papel moneda erradican a las más bajas por una cuestión elemental de portabilidad. Los cheles desaparecen, como los cinco, los diez, etc., y los pesos se hacen monedas cuando antes eran billetes. Luego son los cinco pesos que se hacen monedas, luego los diez pesos, etc. Hoy llegamos hasta monedas de veinticinco pesos. Y escríbanlo, en unos años las monedas serán de cincuenta y cien pesos, y la mayor denominación del billete de cinco y diez mil pesos. De nuevo, ¡qué cosas!, este corolario es la obra de un fantasma: la inflación. Y dicen que los fantasmas no existen.