En nuestra columna anterior decíamos que para hacer política, la movilización anticorrupción no tiene que partidizarse. La labor política es otra, se trata de una disputa socio-cultural que consiste en: 1) impugnar el orden vigente, 2) preparar las condiciones subjetivas para su superación, 3) vetar a la minoría que se ha beneficiado de un Estado para los privilegios, 4) poner en primer lugar los derechos de las mayorías y activar su decisión de ejercer el poder soberano que les reconoce la Constitución.
Para impugnar el orden vigente, es preciso comprender que vivimos en un modelo económico-político de tipo rentista, como lo define Guy Standig. En el rentismo, los beneficios económicos no se obtienen de producir más y mejor, sino extrayéndole el jugo a la sociedad: a través de privatizar obras públicas y servicios imprescindibles para la gente; a través de diferencias de precios entre bienes importados y bienes vendidos; garantizando bajos impuestos y bajos salarios; haciendo que la educación y la salud pública sean un desastre; protegiendo a los bancos para que tengan altas tasas de interés usureras. Los políticos y partidos corruptos son los encargados de garantizar estos nichos de ganancias a los grupos económicos, y a cambio reciben sobornos, comisiones, libertad para robar sin ser descubiertos, financiamiento para durar todo lo que quieran en sus puestos y hasta cuotas de mercado. En ciertos casos, como el dominicano, llegan a constituirse en grupos político-empresariales independientes.
El Estado rentista y de los privilegios debe ser superado y, con esto, debe ser recuperado para el bien social todas aquellas actividades económicas desreguladas o regaladas al capital privado en asociación con políticos corruptos. A eso me refiero con vetarlos a la vez en que se cambia el orden vigente.
Es entonces que se necesita que la movilización anticorrupción trascienda su carácter jurídico-moral, y asuma su carácter político, es decir su papel en empujar un cambio en las reglas del juego y las correlaciones de fuerza en que subsiste una mayoría ciudadana abusada, oprimida y silenciada.
Es hora pues, de proponer, “el país que queremos” –una de las frases más interesantes que han surgido. Ese país que queremos hay que imaginarlo, dibujarlo, comunicarlo y librar la batalla cultural que de aquí a 2020 sea menos una utopía y más una realidad deseable y alcanzable para una mayoría de dominicanos. Si se quiere fundar una esperanza clara y amplia, esta tiene que ser no solo la de derrumbar el castillo de Odebrecht sino también la de trascender el orden que lo ha hecho posible.
En el país que queremos no puede haber permiso para corromper ni impunidad: deben haber instituciones independientes, que funcionen y protejan el interés público. Pero debe haber mucho más.
En el país que queremos las obras públicas deben dejar de ser la caja negra del financiamiento de la política; las ARS, las AFP, las comunicaciones, la generación eléctrica deben desprivatizarse y convertirse en servicios públicos fundamentales. El salario de la gente debe dejar de ser fijado entre cuatro paredes con los tutumpotes y permitir capacidad de compra digna a los trabajadores; los impuestos no pueden ser un traje a la medida; el Banco de Reservas debe dejar de garantizarle condiciones de mercado de usura a los grandes bancos privados; los partidos no pueden seguir siendo financiados como barril sin fondo.
El lodazal, el Estado de privilegios y el orden rentista son mundos indisolubles. Entonces discutamos el nuevo país que queremos.