“Hay un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí, y son, sin embargo, la clave de la paz pública, la elevación espiritual, y la grandeza patria”. José Martí
Las redes sociales en tiempos de Covid-19 se han convertido en una extraordinario mirador (por ser, tal vez, el único campo hábil de trabajo empírico) para el antropólogo que busca indagar qué y cómo piensan las clases dominantes el país en el que viven. Los privilegios, y los privilegiados como tal, portan en sí una cierta moral que sostiene la acción de su ostentación. Vestir Armani o unos Jordans (para las clases subalternas) es una elección moral (valor que se le asigna a una práctica social), es decir, un acto de afirmación personal que va más allá de su función utilitaria. Toda posición social dominante siempre necesitará de una moral dominante que justifique la superioridad de su estatus por encima de todos los otros.
Esta es la condición sinequanon para el reconocimiento social de una jerarquía, y para la obediencia espontánea de la gente a esa jerarquía. Es así que se fabrica la norma: primero estableciendo los confines de la anormalidad antes que los de la norma misma. Así como la salud se define filosóficament como la ausencia de enfermedad (Canguilhem le llama el silencio de los órganos), lo ordinario solo lo define lo extraordinario. Lapandemia ha venido a ser ese estado de excepción que nos ha revelado el infraordinario dominicano que antes pasaba como unas especies de memorias del subsuelo, ignorado, inadvertido, tan familiar para quienes los padecen, que el resto de la población, los de arriba, solo lo imaginaba.
Lo único es que ese revelado actual funciona fundamentalmente para las clases dominantes, porque las clases dominadas no solo vivían en estas calamidades que los privilegiados han hoy “descubierto”, sino que era también su princpal entretenimiento, porque era el evento intrépido en el medio de sus rutinas de reproducción social marginal y, como en el Godot de Beckett, de prácticamente muerte social por ausencia de novedad. La “buena” moral de los privilegiados hoy necesita resaltar la “mala” moral hoy de los de abajo, para ubicar (y dejarnos ubicados) en su supuesta superioridad.
La noticia de un señor con una cruz a cuesta, que causó sensación en su trayecto a Puerto Plata con un mensaje de redención de la crisis sanitaria que nos azota, se convirtió a su vez en un evento que significó ira en las clases dirigentes, comenzando por sus sectores más críticos
En estos días de confinamiento, la atención está concentrada en los “escándalos” que trae el cotidiano: cleren, atropellos policiales, gente conglomerada en horario de toque de queda, el preregrino de Puerto Plata. Los videos de estos eventos ya no son mero divertimento de las clases populares. En un extraño e inédito movimiento, ahora estos tipos de escándalos son ahora una especie de Ritmo Social, esa versión premium del voyerismo de opulencia, que hoy, desde arriba, se reorienta ala crónica roja (policial) sobre las irreverencias de los de abajo a la tradición, con el mismo rango que lo hacía en su tiempo la revista Suceso (hoy desaparecida), que en sus tiempos proyectaba la sociedad dominicana parte atrás. Mientrasque la crónica rosa se encargaba de la parte “presentable” de la nación dominicana. Ahora le ha tocado a la pobreza y sus formas de expresión, ser la protagonistas de nuestros días. Rompiendo con la rutina, estas manifestaciones de miseria social le mueven el piso a las clases dominantes, incluyendo a sectores progresistas, que aunque bien intencionados, también portan -ignorándolo muchas veces- el inconsciente de clase propio de las clases que han vivido siempre servidas, y desconociendo por lo general lo que viven (y cómo lo viven) quienes les sirven.
Con esta primera entrega sobre el cultivo de supersticiones en temporada de coronavirus, iniciamos una serie de crónicas sociológicas sobre la actualidad de República Dominicana, con especial énfasis en la crítica social al juicio que desde arriba se tiene sobre los de de abajo en nuestra sociedad.
La Escuela dominicana de las superticiones
La noticia de un señor con una cruz a cuesta, que causó sensación en su trayecto a Puerto Plata con un mensaje de redención de la crisis sanitaria que nos azota, se convirtió a su vez en un evento que significó ira en las clases dirigentes, comenzando por sus sectores más críticos. Fue usual leer ayer las expresiones de enojo, indignación (en una mayoría de casos con justa razón) y desdén ante el evento, sus participantes, y las autoridades, públicas y privadas, que de alguna manera u otra auspiciaron la actividad. Una de las manifestaciones más común es escuchar decir que la popularidad de ese tipo de actividades donde se promueve actos y dogmas de fe por encima y en contradicción de lo que la ciencia instruye para frenar la pandemia, se debe al precario grado de la educación dominicana. Y tienen razón: la educación del dominicano, esa extroversión de actos ejercida por la gente desde sus recursos intelectuales, psico-afectivas y sociales, se encuentra hoy en estadios practicamente de indigencia institucional, pero, y aquí lo crucial: a la misma altura que la calamidad económica y política que la ha construido. Parecieran vasos comunicantes que contribuyen a la reproducción de una y otra. La economía somete a la política, la política a la educación, la educación a la economía, y la educación a la política, y así. Ante ese estado calamitoso de la cultura dominicana, de lo que se menciona poco es de cuál escuela proviene esa crisis de la educación dominicana.
La calidad de la escuela pública no suele ser una isla aparte de la vida nacional y de la calidad del liderazgo de un país. Contrario a los que muchos creen, las escuelas no cambian a las sociedades. Por el contrario, son las sociedades con liderazgos distintos, las que pueden cambiar la escuela. La escuela fue creada para enseñarle a los que van creciendo la sociedad como es, y no como debería ser. En primer lugar, la escuela es dirigida por docentes, hijas e hijas de esas mismas calamidades que suponemos la escuela cambiaría. El magisterio hace lo que puede, y es difícil dar más allá a lo que no se tuvo en sus años de formación, y que la sociedad no te exige cambiar (ni te motiva ni te enseña a cómo hacerlo). Esencialmente, lo que se recibe en la escuela hoy es mera instrucción (seguir reglas), no discernimiento (pensar por qué seguir o no esas reglas). Por eso la escuela es tan poco subversiva y trasformadorade lo existente, a pesar de ser eso existente inaguantable desde el punto de vista moral (la desiguald abismal entre los dominicanos, por ejemplo). De igual manera, si la escuela dispusiera de todas las condiciones de una buena y verdadera educación (racionalista y moralmente proclive al bien común democrático), también tendría que enfrentarse a un enemigo todavía más fuerte: las leyes de sobrevivencia de la calle, a la cual se sometería toda persona que buscando un trabajo o cualquier otra oportunidad de vida, independientemente de su formación, tiene que acatar esas leyes si quiere sobrevivir (las del tigueraje, por ejemplo), sobre todo en poblaciones más humildes, dependientes en grado mayor de instancias superiores para obtener sus sustentos. Lo que vivimos ayer en Puerto Plata es atribuible en primer lugar al grado de desesperanza de la gente, que busca en cualquier superstición o creencia, alternativas a la que la vida le dice de forma concreta que obtendría o no.
Antropológicamente, se cree en trascendencias cuando no existen formas materiales de domesticar la imprevisibilidad o angustia de un futuro incierto o de un presente carcelero. Y si a eso le sumamos la complicidad de ciertas instancias políticas y religiosas en alentar esas ficciones, porque dicen que el rito hace a la institución, imagínense el resultado. Les habla un educador universitario que cree y le dedica su vida al magisterio (al menos 40 horas semanales con muchachos de orígenes muy humildes), pero que también conoce los límites de su acción y los de la escuela, frente a una realidad social mayor y la mayoría de veces contradictoria con el currículo intencional escolar.
Ciertamente, existen múltiples ejemplos de excepción de instituciones escolares que hicieron la diferencia para un grupo, o para unos casos minoritarios de estudiantes. Pero esos resultados airosos se explican por sus insumos de entrada: tanto su dirección, sus estudiantes y familias, poseyeron o poseen condiciones de base que no son las mismas que están contenidas en la generalidad de escuelas públicas de hoy. En primer lugar, existen distintos criterios políticos, por ejemplo, y pareciera paradójico, en mi experiencia docente, mis estudiantes con más conciencia sobre la pobreza suelen provenir de escuelas dirigidas por religiosas. Otros casos de excepcion encontraron formas pedagógicas también de excepción, en la que muchachos y muchachos pudieron beneficiar de profesores que hacían la diferencia. Difícil que se incorpore eso que los sociólogos llamamos un capital cultural, económico e incluso político, al estudiante. Usualmente, lo que sucede es que esos capitales se transforman en saberes de familia en saberes escolares, pero en rarísimos casos se construyen del todo en la escuela, teniendo aquellas personas que lo poseen en dotaciones precarias, mucha dificultad en instituirlo en sus lenguajes (comenzando por la pronunciación, por ejemplo).
Esos patrimonios intangibles son la mochila invisible que llevan los estudiantes a la escuela, y que es decisiva a la hora del desempeño en la escuela. Ese desline entre la cultura escolar oficial y la cultura oficiosa practicada por la gente es lo que mella el interés y el rigor de estudiantes y educadores en el proyecto curricular vigente. El cambio cultural puede producirse en esa familia que tenga direcciones que sientan para dónde se va yendo a la escuela, colaborando así en el proyecto de cambio (en la casa, los padres en las tareas, en los comportamientos, etc.). Pero si la escuela va por un camino, y la familia, el vecindario, esa pequeña sociedad que acompaña al niño, niña y adolescente van por otro, muy, pero muy difícil se produzca el cambio. La sociología de la educación y la cultura ha documentado eso teórica y empíricamente lo suficiente, al punto de ser hoy consenso en la comunidad académica desde hace décadas. Y los parámetros de lo que llamamos reproducción social, así lo confirman en las estadísticas. Claro, no desistimos del uso de la escuela como motor de lo que tenemos. Pero eso tiene que tener primero las condiciones sociales y políticas (institucionales) de intención: para dónde es que queremos ir, y mostrar el ejemplo de eso, como forma de legitimar en el cuerpo social, ese cambio cultural al que apostaríamos o visualizaríamos.
Faltaría, como decía Hostos, "formar un ejercito de maestros, que en toda la República militara contra la ignorancia, la superstición, el cretinismo, la barbarie". Pero la verdadera escuela de las supersticiones de la sociedad dominicana no proviene de sus aulas, sino de la pobre respuesta democrática de las instituciones oficiales y de las clases dominantes, tan distante del interés general, como de la miseria general que sus artes han fabricado como sociedad y Estado al pueblo dominicano que las padece. José Martí escribió en 1884 un texto extraordinario, que por cierto dedicó a la República Dominicana: Maestros ambulantes, en donde el poeta y revolucionario cubano proponía un sistema educativo que saliera de las escuelas y que se hiciera Estado docente, dialogante, educador. Sus maestros no estarían restringidos a aulas, sino que serían maestros misioneros que “abrieran una campaña de ciencia y ternura”, y que cabalgara por ciudadaes y campos, para remediar la ignorancia, sustituyendo así todo conocimiento indirecto y estéril por el “conocimiento directo y fecundo de la naturaleza”.Yo le agregaría a esa naturaleza, lo “social” de una República auténticamente democrática y basada en esa aspiración al mejoramiento permanente, y que por vías racionales construya entre todos un destino común de paz verdadera.