No debe causarnos ningún asombro que pese todos los problemas que enfrenta la sociedad dominicana hoy día, y frente al cumulo de deudas sociales producto de la mala aplicación de políticas públicas, haya quienes se atrevan a decir que vivimos en un país cuyo crecimiento “sostenido” nos ha encaminado por las vías del desarrollo. Cambiando según ellos, satisfactoriamente la vida de cientos de miles de personas.
Lo extraño sería, que los “come solos” hartos de manipular la gente, cambiando cifras y alterando resultados, enfocaran sus esfuerzos a reducir la brecha que existe entre los dos países que gobierna el PLD, ubicados dentro del mismo marco regulatorio y bordeado por las mismas aguas territoriales.
Preocupa grandemente a una clase social que no disfruta de los privilegios y las ventajas que brindan las mieles del poder, la existencia de un país cargado de miserias, enfermedades, violencia, degradación moral, corrupción y desordenes administrativos. Un país soslayado y marginado por los que han sido llamados a corregir esas degradaciones. Duele mucho… enferma saber que hay otro país, donde las cosas caminan de otra manera, en el que los afortunados son: miembros, esposas, esposos, hijos, hermanos o allegados de los flamantes integrantes del sanedrín que lleva como nombre Comité Político, dueños absolutos de los dineros que generamos con nuestros impuestos.
Mi pueblo aún no ha podido por la descomposición política articulada en torno a los carroñeros morados, alcanzar con la rapidez que lo hayan hecho en el otro país, los niveles de vidas adecuados para entender como ellos lo entienden, la dinámica del progreso tangencial. Esa, que nos exhiben sin pudor los elegidos por Dios para conducir este pueblo sin visión.
La gente de mi país, atada al día a día y envuelta en los afanes que produce la necesidad perenne de comer o comprar medicinas, no sabe ni les interesan otras cosas, que no sea, mendigar por un empleo que mínimamente les garantice la existencia, o desear afanosamente que un “altruista” Gobernador, les conceda en nombre de Dios, una rasión del Plan Social que mitigue su hambre y desnude sus infortunios.
El país en el que habito, no es posible reflexionar sobre las inmensas realizaciones hechas por este gobierno en favor de los desposeídos. No. En mi país, tenemos que ocuparnos de otras cosas de menor valía fáctica, pero determinantes para la sobrevivencia en del hombre este mundo desigual. Aquí, donde la mano amiga del gobierno solo existe en los discursos altisonantes de los funcionarios y en los programas de panel; vivimos obligados a costearnos con los pírricos salarios, salud, agua potable, energía eléctrica y seguridad. Sin dejar de lado las carencias que provoca el alto costo de la vida.
En mi país, delincuentes y policías viven la misma tragedia, padecen iguales miserias, tienen los mismos gustos, bailan la misma música y beben en el mismo bar. Da lo mismo ser taxista o contador; al final, el estancamiento al ascenso social, nos estaciona a todos del mismo lado de la vía. En mi país el hambre tiene cara de guardia, el dolor es colectivo, las niñas paren niños y el atraco es una forma digna de obtener recursos. En este pedacito de terruño sin dolientes, el cementerio es un remedio y el suicidio una oportunidad.
Del lado en el que vivo, la pobreza no es casual, sino causal, diseñada con propósitos oscuros por los grupos dominantes y apañada por políticos miopes, mediocres y mezquinos. La desigualdad es experimento social que ha heredado la desgracia de padres a hijos, por los siglos de los siglos. En el otro país: el de Danilo, Gonzalo, José Ramón y Pechito, vivir es un placer, no hay delitos, ni hospitales sin camas, no hay niños muertos apiñados, ni bombillos sin luces, no hay familias con hambre, ni ancianos sin pensión, ni enfermos sin atención.
Y a veces me pregunto ¿Cuándo será eso posible, en el país en que yo habito?