Había decidido levantarme temprano. Aún con todo y sueño, despertar luego de las diez de la mañana no me hacía sentir bien, literalmente. Dos bolsitas de té de cúrcuma y jengibre hacen que mis sentidos arranquen. De fondo, los bocinazos de guaguas y autos, ahora son sustituidos por una recua de pajaritos de toda índole. Dígole así por la diversidad del piar que escuchaba. Detrás de todo ello, el silencio. El ensordecedor silencio de los últimos 30 días. Parece un domingo que se niega a ser lunes.
Hiervo dos huevos por desayuno. Si les soy honesta, estoy casi harta de comer, y hasta vergüenza me da pensarlo y para colmo escribirlo, más si sé que seguro hay quien no tiene un solo huevo por alimento. Sin embargo, mi hartazgo me permite comprender que lo que ocurre altera la vida de todos solo que de formas distintas. Cada cual está viviendo su propio drama. Mírome yo, harta de comer, y otros por seguro, hartos pero de hambre y de no poder llenar el estómago.
Me comí los huevos partidos a la mitad y cubiertos con una ligera llovizna de sal. Mientras masticaba el nutritivo manjar matutino, pensaba en mi país. Uno que no pasa ni por ensayo. Como le decía a un contacto en Twitter, un ensayo supone el propósito o intensión de obtener algo que, por acierto y error, nos acerca al logro deseado o permite su consecución. República Dominicana no parece ser el resultado de nada con propósito, más bien luce ser el despropósito de todo lo que pueda definirse como nación. Llegar a esta conclusión me quiebra el mismo centro del espíritu, y me produce mucha desazón. Solo pienso en aquellos que han dejado el país porque quizá pensaron igual.
El virus del momento, como le llamo, ha mostrado lo peor de todo. Sí, lo peor. Ya sabíamos que la corrupción se pasea en los pasillos de muchas instituciones públicas del país – y no digo todas porque generalizar induce al error -. Ya sabíamos que el día a día de miles y miles de dominicanos y dominicanas es una suerte de maratón de vida. Ya sabíamos que uno de los males en nuestra justicia, sino el que más, es la ausencia de consecuencias en muchos actos de inobservancia a la Ley. Ya sabíamos demasiadas cosas, cada una más penosa que la otra, pero no imaginábamos que había tantísima más pus ni que hedía tanto. Para quienes pensábamos que nada podía asombrarnos más, ¡mentira! Estamos asombrados.
Resulta que ha quedado expuesta la normalización del caos. Entonces todo el desastre que somos como país, pero que es así desde hace mucho tiempo, es una red cuasi institucional y es una forma de vida. El “deja eso así” y el “así es como son las cosas” nunca mostró tanto sentido como ahora, pues solo de cuando en cuando saltamos de nuestros asientos con dolor de hemorroides social, mismo que termina mermando con la cremita del momento. Todo para volver bien hartos a la normalidad del caos. Esto, amigos y amigas, es lo peor que le puede pasar a cualquier sociedad. ¡Lo peor! Y aunque hoy estamos más despiertos que antes, es mucho con demasiado lo que ocurre en este trozo de isla.
Se normalizaron los feminicidios, que el día 14 de este mes fueron portada en el diario El Caribe, en ocasión de las múltiples denuncias de maltratos y agresiones por parte de algunos varones a sus parejas. Porque, ¿adivinen? en un país como el nuestro, sin agenda de nación, obvio no se pensó en un drama de salud social como son los feminicidios y nos trancaron a todos juntos. Hombres rabiosos, enfermos, machos y violentos, -más irritados de estar sin producir o encerrados- junto a sus mujeres e hijos e hijas víctimas. ¿A alguien del Ministerio de las estadísticas de la mujer se le ocurrió cruzar información de las denuncias de los últimos 8 meses, por indicar un lapso, y verificar estatus, diseñar estrategia de acogida, algo, lo que sea? ¡No sé!
Se normalizó pasar “la de Caín” siempre, todo el tiempo, en casi todo. Padres que son el único proveedor material en muchos hogares. Madres que trabajan, a veces hasta estudian, y crían solas, con poca o ninguna red de apoyo. Se normalizó la falta de conciencia ciudadana de una forma tal, que en Villa Consuelo personas hacían fila para comprar pendón para hacer chichiguas, en medio del aislamiento social dispuesto por el Gobierno, y en medio de la crisis sanitaria que vivimos. Entonces criticamos ácidamente semejante comportamiento, cuando el sistema no ha hecho más que reproducir habitantes, no ciudadanos. A estas alturas, tal y como reflejan las altas cifras de infractores del toque de queda, más los enfrentamientos entre detenidos y la autoridad, muchos dominicanos y dominicanas podemos pasar como cualquier animal habitante de un espacio, algún lagarto o perrito chihuahua. Pero claro, cómo esperar comportamiento ciudadano si el caos es la norma. Ni hablemos de educación.
Por eso nuestra gente más carenciada recibe amotinada las tarjetas de ayuda y las fundas de comida, aunque más de uno decida tirar al suelo todo porque la dignidad le duele más que el estómago, sobre todo si hay formas de distribuir las ayudas sin exponer a las partes al contagio, formas que, más que alimento, incluyen respeto, cuidado y prevención.
La pandemia ha revelado, de la forma más asqueante e inhumana, que la salud pasó de ser un derecho y hoy es solo un producto. Más que eso, ha dejado entrever que contamos con un grupo de ineptos que, no solo no saben de estrategia de crisis, sino que no se hacen asesorar por quienes sí. El déficit sanitario que ha quedado expuesto con la crisis actual, más allá de la natural sobre demanda de servicios que nos trae, deja claro quién importa mucho, quién poco, y quién nada. Muestra una cadena de importancia donde cada actor queda desnudo sobre su propio andamiaje. Expone de forma única cómo el sector salud ha sido postergado por décadas, dejándose en manos de comerciantes y banqueros. Un derecho humano, que como tal debe ser garantizado desde el Estado, se ha equiparado a un par de zapatos y cada quien compra el que pueda pagar.
En un país donde se mide todo, pero se hace nada con el resultado, no sabemos dónde diablos está el famoso pico. Ignoramos dónde la curva tomará la esquina y doblará para cambiar de ruta, porque sencillamente aquí no se están haciendo pruebas en masa. ¡No se está midiendo el alcance del contagio ni su proyección! Punto. Aquí solo sabemos de donaciones pero no qué se hace con ellas, ni quién lo hace, ni en cuál campo poblacional, salvo el caso de la Alcaldía del Distrito, en la persona de David Collado, quién ofreció detalles a la prensa sobre donaciones recibidas, informó en qué consistían y quiénes y cómo la distribuirían, incluso indicó los sectores de la ciudad capital donde irían a parar dichos insumos. Habrá que dar seguimiento para asegurarnos de que esto sea efectivamente así.
No sabemos qué ha pasado con préstamos aprobados por años para catástrofes y desastres naturales que no llegaron a ocurrir en la isla. No sabemos dónde están esos dineros, si han producido intereses, en qué cuenta están, o qué ministerio los maneja, si tal cosa ocurriera. Y eso también lo hemos normalizado. No saber qué hacen con nuestro dinero es normal.
¿Nuestro sistema penitenciario? Una desastrosa realidad más que normalizada, casi innombrable. ¿Cómo se violaron los protocolos establecidos para la prevención de contagios dentro de los recintos? ¿Quién o quiénes son responsables de semejante error? ¿Le importa a alguien la suerte de miles de reos? Quizá sea normal que no tengamos respuestas a ninguna de estas preguntas. Solo eso debería darnos vergüenza.
Nos hemos desbordado porque todo lo normal de la realidad nacional ya apestaba demasiado. Tanto es así, que se acuden a las mismas mañas para robar, delinquir y sacar provecho en medio de esta inédita situación. ¿Habrá algo más vil y criminal que traficar con material sanitario en medio de una crisis de salud global?
Pero resulta que nada dura para siempre, y por ley de vida, ningún organismo vivo puede permanecer tan corrupto por dentro, tanto tiempo, sin provocar implosión, haciendo brotar de sí la más hedionda de las purulencias. El siguiente inquilino del sistema que vaya tomando nota, si es que desea que este país empiece, por una vez, a funcionar. Y eso es, definitivamente, reflexión de otro desayuno.