En estos días una excompañera de estudios, filósofa, me invitó a dar mi opinión como teólogo en una tertulia sobre La peste, novela del escritor francés Albert Camus (1913-1960). Yo había leído algunas obras de Camus en mis años de filosofía y humanidades, pero con esta invitación tuve que releer “La peste” y detenerme especialmente en uno de los personajes que aparecen en la novela. Se trata del padre Paneloux, “un jesuita erudito y militante…muy estimado en la ciudad, incluso por los indiferentes en materia de religión”. Es el primero que le pone nombre a lo que estaba pasando en la ciudad de Orán con el espectáculo de las ratas muertas. “Debe ser una epidemia”, dijo el padre.

El padre Panelaux, aunque hombre de letras y virtudes, tiene arraigada la imagen de Dios que aparece en algunos pasajes del Antiguo Testamento; el que envió diez plagas a Egipto y ordenó matar a los primogénitos. Esta imagen de Dios que envía a su “ángel de la muerte” a matar a niños inocentes, trae serios problemas a la teología y no queda bien parado en la historia, puesto que se puede ver como un dios vengativo, rencoroso e injusto que aplasta con su ira su propia creación. Lamentablemente ese adefesio de Dios sigue vigente en muchos líderes religiosos que al igual que ayer, tal vez sin proponérselo, angustian a las personas con la patética imagen del azote.

¿Qué están haciendo las iglesias en contra de esta pandemia? Tal vez lo mismo que hicieron en la ciudad de Orán: “Las autoridades eclesiásticas de nuestra ciudad decidieron luchar contra la peste por sus propios medios, organizando una semana de plegarias colectivas. Estas manifestaciones de piedad pública debían terminar el domingo con una misa solemne bajo la advocación de san Roque, el santo pestífero”. (Albert Camus, La peste)

Salvo algunas excepciones, los líderes religiosos se han dedicado a la “pastoral del miedo”. Predican sobre el pecado y la ira de Dios, como el padre Paneloux: “Hermanos míos, habéis caído en desgracia, hermanos míos, lo habéis merecido…La primera vez que esta plaga apareció en la historia fue para herir a los enemigos de Dios. Faraón se opuso a los designios eternos y la peste lo hizo caer de rodillas. Desde el principio de toda historia el azote de Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos. Meditad en esto y caed de rodillas… Hermanos míos, dijo con fuerza, es la misma caza mortal la que se corre hoy día por nuestras calles. Vedle, a este ángel de la peste, bello como Lucifer y brillante como el mismo mal, erguido sobre vuestros tejados, con el venablo rojo en la mano derecha a la altura de su cabeza y con la izquierda señalando una de vuestras casas. Acaso en este instante mismo, su dedo apunta a vuestra puerta, el venablo suena en la madera, y en el mismo instante, acaso, la peste entra en vuestra casa, se sienta en vuestro cuarto y espera vuestro regreso. Está allí paciente y atenta, segura como el orden mismo del mundo. La mano que os tenderá, ninguna fuerza terrestre, ni siquiera, sabedlo bien, la vana ciencia de los hombres podrá ayudaros a evitarla. Y heridos en la sangrienta era del dolor, seréis arrojados con la paja”.

En ese mismo sentido, algunos pastores evangélicos exhortan a hacer sus ofrendas y diezmo en tiempos de pandemia, porque el Señor “lleva una cuenta en el banco del Cielo”. Los más “bondadosos” se han dedicado a decir misa por las redes sociales, a enviar estampas y reflexiones piadosas y mandar a rezar mucho para que Dios detenga el virus.

Es curioso, pero siempre que la humanidad atraviesa por tiempos recios, aparecen falsos profetas y herejes que intentan, por ignorancia o para sacar provecho, deformar el rostro de Dios, que es Jesús.

Hubo un tiempo, cuando la peste negra en Europa, en el siglo XIV, que la propia Iglesia Católica prohibió, en el Concilio V de Letrán, a los predicadores anunciar el fin del mundo y la venida del anticristo. Por eso hay que dejar bien claro que no todo insensato que toma un megáfono y se pone a decir tonterías lo hace orientado por la doctrina católica, aunque sean ministros.

Debemos creer en la oración y debemos orar, orar con una fe adulta, no con la ingenua creencia de que Dios es un mago que va a parar la pandemia por arte de magia. La oración no cambia a Dios, nos cambia a nosotros; nos hace asumir nuestra frágil condición humana y nos consuela en este tiempo de incertidumbre. El cristiano cree en la oración que se hace al Padre-Madre en secreto, desde la bondad del corazón, en silencio, sin muchas palabras, como lo sugirió Jesús. (Mt. 6.6). No hay que hacer espectáculo en las calles, arrodillados y dándose golpes en el pecho como los flagelantes de la Edad Media que pensaban que a Dios le complacía ver la sangre correr y el dolor de los penitentes y sólo así, en esa sádica complacencia, poder sanar y perdonar.

Los líderes religiosos deberían dejar bien claro estas cosas para no exponer al ridículo la fe cristiana y para no alimentar falsas esperanzas que, si rezamos mucho y hacemos penitencia, Dios puede parar la pandemia.