Las lluvias, el informe de prensa que traen los diarios  ayer dando cuentas de que veinticinco dominicanos fueron sorprendidos llegando en yolas a Puerto Rico; me hacen regresar el pensamiento a otras circunstancias históricas y otras realidades.

Es cierto que los dominicanos vivimos una historia circular, regresando de tiempo en tiempo  al mismo punto de partida, pero también es cierto que esa circularidad podemos vivirla al revés.

Tal es el caso de los viajes del exilio económico de los dominicanos a Puerto Rico, que nadie se imaginaria, a esta altura del juego, que alguna vez acontecía en sentido inverso. Incluso, en las discusiones teóricas de los políticos e intelectuales del siglo XIX, algunas propuestas de regeneración social incluían políticas de inmigración que estimulaban la presencia puertorriqueña en nuestros campos y ciudades como una estrategia de desarrollo.

Las angustias de los pensadores dominicanos del siglo XIX nunca terminarán de ser discutidas, porque esa circularidad angustiosa que nos marca  vuelve a reintroducir los problemas como si el tiempo no hubiera pasado. A veces nos da la impresión de que no hemos salido todavía del siglo XIX, aunque las circunstancias de este exilio económico han variado en contra nuestra.

En la selección de pensamientos de Ulises Francisco Espaillat, que publicaría  Emilio Rodríguez Demorizi en  el 1962, con el nombre de “Ideas de bien patrio”, aparece una propuesta para estimular la inmigración puertorriqueña hacia República Dominicana. Espaillat piensa en Higüey, y ardiendo en ideas de salvación dice: “Yo tengo la vista fija para el caso en Puerto Rico. Su inmediación a nosotros y en particular a Higuey hace que casi no cambien de clima los cultivadores a quienes la pobreza estimule a salir de su país y el ofrecimiento de terrenos le convide al nuestro”.

Como el viaje hoy se realiza al revés, y Espaillat escribe a finales del siglo XIX, parecería mentira que alguna vez “mojaitos” fueran los puertorriqueños. Pero así ocurrió, y ya en las dos primeras décadas del siglo veinte, la presencia puertorriqueña era considerable. En la literatura de ficción hay testimonios de que esa inmigración quedó, como la nuestra ahora, entrampada en las circunstancias de la vida social, y se veía forzada a metamorfosear su identidad como un gesto desesperado de sobrevivencia. El puertorriqueño de la novela “Over” de Marrero Aristy, perdido en las miserables condiciones del central azucarero, sueña al revés lo que el dominicano inmigrante usurpa hoy de la cultura puertorriqueña. Porque, dado que el dominicano ocupa un lugar vulnerable en ese diálogo problemático entre dos comunidades que comparten coordenadas geográficas similares, la manera de violentar esa frontera interna es objetivándose en el otro.

Libros como “Retrato del dominicano que pasó por puertorriqueño y pudo emigrar a mejor vida a Estados Unidos”, de Magali García Ramis, o la obra teatral de José Luis Ramos Escobar, “Indocumentados…el otro merengue”, explicitan con claridad las mortificaciones que obligan a la doblez  de tener que fundirse en la simulación. “Encancaranublado”, el libro de relatos de Ana Lidia Vega, es el viaje antillano (solidaridad caribeña de haitiano, dominicano y cubano “mirados” por una puertorriqueña) hacia el desdoblamiento, iniciado a modo de inventario de todo lo que se abandonaba, inexorablemente ligado al sueño de la mejoría económica, pero subsumido sin remedio en el abandono de la identidad.

Si el pobre de Ulises Francisco Espaillat   pudiera escaparse del absoluto de la muerte, y ver cómo la clase dirigente dominicana ha fracasado estrepitosamente en la aplicación de sus “Ideas de bien patrio”, hasta el punto de que el viaje de la inmigración puertorriqueña que él soñó de allá para acá, se ha convertido en un estigma indeleble para los dominicanos: “mojaitos” “sobrevivientes del canal de la mona” etc. Y esa vida de peripecias y muertes que su condición de ser dominicano le depara, se ve ya de forma tan natural que, frente a la tragedia recurrente, nadie recuerda que al encaramarse en una yola para desplazarse a Puerto Rico, lo que el dominicano realiza es un acto de exclusión social, una elipsis de su propia condición, por la que los grupos dirigentes de la sociedad nunca han dado la cara.