Fuera Oscar Wilde o  José María Vargas Vila, escribo de memoria, quien dijera que es “más fácil esclavizar el alma de un hombre libre que liberar la de un esclavo”, poco importa para los fines de esta entrega, porque la obligación de redactar una columna diaria puede ser una forma benigna de esclavitud de la que he decidido liberarme por dos o tres semanas con motivo de las vacaciones de fin de año y Navidad.

El oficio de columnista no es tan difícil como parece, aunque se haga a diario, como he venido haciendo desde septiembre de 1978, con breves interrupciones, porque se tocan muchos callos y se corre el riesgo de lastimar a gente a quien se quiere y admira. En los 36 años y cuatro meses  como columnista he publicado algo más de 13,000 artículos, la mayoría de ellos críticos del poder y de denuncias sobre malas actuaciones en el sector público y el único mérito que reclamo por el esfuerzo es el no haber incurrido en un desatino que motivara alguna demanda, como ocurre a menudo en nuestro ambiente político y social contra colegas de más talento.  También me ufano de haber observado las reglas del buen decir en todo ese largo trayecto y sólo en una oportunidad me pararon un artículo. Ocurrió durante la administración de Jorge Blanco. El Caribe no salía los domingos y el sábado Germán Ornes detuvo su publicación. En la redacción al día siguiente, momentos antes de retirarse, Ornes me entregó la columna sin ninguna corrección para que se usara en la edición del lunes y sólo me pidió que la leyera de nuevo. Tras hacerlo la rompí y corrí a mi escritorio a redactar una nueva.

En la escalera, a punto de retirarse del periódico, Ornes la aprobó. “Usted no la ha leído”, le observé. Su respuesta fue: “Si rompiste la otra no tengo necesidad de leer esta”. Esta experiencia me sirvió más que todas mis lecturas y los años de universidad. Con él aprendí todo lo que el buen periodismo puede enseñar  cuando se ama y valora este oficio.