Las ya viejas quejas de Omar Sharif sobre su caracterización del Che Guevara, me recuerdan que la figura gallarda y arrogante que la leyenda revolucionaria nos ofrece del todavía popular guerrillero, dista de la que describió más de cuarenta años después de su muerte, el oficial boliviano que lo apresó. Por aquel entonces capitán, el oficial Prado afirma que el Che pidió clemencia al entregarse a las tropas que él dirigía, exclamando que valía más vivo que muerto. No fue precisamente un final heroico para una trayectoria revolucionaria que la propaganda ha querido convertir en un mito.
Según Prado, Guevara presentaba un aspecto desgarrador. Lucía extremadamente delgado y exhausto, desarrapado, sucio y hambriento. La antítesis del superhéroe. No hubo señales de dignidad en su muerte. Al igual que Sadam Hussein, atrapado en una ratonera debajo de la tierra, no exigió un precio por su vida. Simplemente se entregó; vencido, sin fuerzas para seguir luchando.
Los documentos demuestran que el Che no contaba con el respaldo de los comunistas bolivianos, que no se movilizaron en su respaldo mientras la guerrilla intentaba instalar un frente ni hicieron tampoco mucho para evitar su ejecución, días después de su arresto. Un compañero de armas, Benigno, disidente cubano, asegura que Fidel Castro le traicionó porque el Che ya le resultaba molesto.
Igual debió pasar años después con el coronel Caamaño, de quien se dice tenía serias divergencias de criterio con el líder cubano. Tanto el uno como el otro, más el último que el primero, podían representar en un momento una competencia indeseada. Las memorias de ambos no los eclipsan. Por el contrario, resaltan sus figuras como leyendas de la revolución latinoamericana. En cuanto al Che, cinco décadas después de su muerte, vive en la fantasía de una revolución que pereció con él.