Defender lo indefendible, a Leonel, a Gonzalo, o a la misma Junta Central Electoral, sería un absurdo, algo digno de aquellos a quienes todavía eso que es endeble les supone un beneficio, así sea una guerra, o una bomba atómica; pero si existe una hipótesis sostenible es esa que considera el fraude como una parte intrínseca de todos los que coexistimos en esta sociedad, descompuesta desde su gestación.

Los antecedentes de inconstitucionalidad en la República Dominicana, se remontan a  los tiempos de Ulises Heureaux (Lilís), cuya dictadura, dicho sea de paso, inició en 1886 con un fraude electoral, aprovechándose del ingenuo Gregorio Luperón.

Basta con hojear un libro de historia de cualquier bachiller, para entender que hemos sido siempre un estado fallido en el que el infame de turno llega, destruye y le pasa la pelota al próximo, si es que no se la arrebatan antes.

Pedro Santana y sus ideas anexionistas,  “El Jabao” Buenaventura Báez y su fatídica Ley Orgánica, interpolados por un Manuel de Regla Mota o un José Desiderio Valverde, cuyas nobles carreras políticas discurrieron bajo la sombra próxima o lejana de algún bellaco.

Difícil de obviar el fallo Histórico de Balaguer en 1978, o hasta el mismo “Frente Patriótico” de Leonel Fernández en el que “El Doctor” y su PRSC se amotinaron en contra de la voluntad de un pueblo que ya en primera vuelta había elegido a Peña Gómez como presidente, quien, con la infamia del 50% + uno, no tuvo más remedio que aceptar la segunda ronda electoral, cuyos resultados fueron tabulados de forma fugaz y, aunque la estrechez del margen de ventaja (1.5%) fuera dudoso, jamás fue refutado. 

Dicho precedente ha avalado el círculo vicioso en que cada tercer domingo de mayo de los años bisiestos, los procesos electorales se conciben con irregularidades, y esa misma concepción obedece a que culturalmente, el dominicano, predecible por demás, es el principal acreedor de la “marrulla” como modus operandi.

Típicamente, en la cúspide del pastel, tenemos a la plutocracia, la élite económica con pensamiento feudal que no vislumbra la educación, producción y competitividad del mundo, porque “para que hayan ricos tienen que haber pobres” ¿cierto?

Con el “joseo” instaurado como método de supervivencia y el “tumbapolvismo” como homólogo del triunfo, tropezamos, en el escalón de abajo, con ese individuo que, sin dar un golpe, vive a expensas del que tenga la batuta, ignorando inclusive su ideología. Ese parásito que prostituye su lealtad de político en político, pues cuando a quién le auspicia se le agota la cuota de poder, ahí también caduca su fidelidad.

Al fondo, en lo más renegrido de la esfera social, encontramos a los nadie. Esos que por no tener, no valen. Aquellos que no gozan de una cuña, o del privilegio de la cercanía a los líderes y a sus partidos.

Los que ven la época de campaña como niño en Navidad, una coyuntura de oro en que, sin mucho afán, pueden seguirle el juego a los tutumpotes, a sabiendas de la ausencia de ética en su ideología.

Para ellos, el proselitismo se traduce en echarle el plato al techo de sus casuchas, comprarle la lavadora a mamá, tal vez, despacharle una cucharada más de arroz a sus hijos, o saldar el “fiao” en el colmado. Más sencillo aún,  lo ven como un chance de conseguir quinientos cada fin de semana, con ron, chercha y pica pollo incluido.

Un fenómeno difícil de erradicar, que ha encontrado su caldo de cultivo en los contextos de pobreza y desigualdad, puesto que los marginados pueden llegar a considerar que estas dádivas preelectorales son lo único que conseguirán del gobierno ineficaz que muy probablemente les aguarde.

Y están entonces los del centro, pues la artimaña se propaga más allá de los nadie. Es tan grave y está tan institucionalizada, que los políticos presionan a las clases medias de manera sistemática, al punto de lacerar sus bolsillos, obligándolos a involucrarse en la condenada marrulla, lo que a su vez deriva en una nueva clientela para los paqueticos.

Viéndolo como el sucio deporte que es la política, denominemos a los anteriores como centrocampistas: aquellos que trataron de ganarse la vida trabajando como borregos, pero, dadas las circunstancias, ahora se prestan a rotular su vehículo con el rostro maquiavélico de algún candidato, con el que posiblemente ni siquiera simpaticen.

Se han convertido en los peones que coordinan campañas y visitan demarcaciones cada fin de semana, a la conquista de votantes.

Están también los centrocampistas del equipo contrario, los que no se doblegan ante el soborno, ni auspician dádivas y que, en la inverosimilitud de ser clasificados como anarquistas, continúan en su afán de enfrentar el problema, mismo que identifican, pero no pueden resolver, pues cada cuatro años sus voces quedan sepultadas en las urnas.

Así va el clientelismo socavando las bases del sistema democrático y, similar al cáncer, va haciendo metástasis, enquistándose de tal forma en nuestra estructura socioeconómica, que ya hemos encontrado el equivalente a los “picapolleros” para la clase media y media alta.

Vivimos a merced de un neoliberalismo cojo, del peligro real de ser gobernados por egoístas, a veces enfermizos, cuya patología se transmite a su prole, los “Leoncitos” y “Nicolitas” que, con ínfulas de poder, llaman a los indefensos a enfilar sus protestas, mientras ellos se deleitan del Bon vivant.

Inaudito fuera lo contrario, porque en toda la historia de la humanidad, los indefensos han estado al frente.

He ahí el verdadero fraude, el que no tiene algoritmos, el que incidirá por siempre en cualquier método electoral, los gestores del fraude son los gobiernos y los gobernantes, sí,  pero la trampa yace en el mismo pueblo dominicano. En ti, en mi, en todos.

Paradójicamente, los del fondo, a los que la política ve como fichas de su asqueroso monopolio, los que no son más que un número, pero que son muchos, los muchos que más sufren de la corrupción, se convierten en los que tienen menos probabilidades de oponerse a ella y demandar reformas.

De lo anterior solo restaría inferir qué casta le viene al perro y ser conscientes de que mientras el Estado sea el mayor empleador y creador de recursos, seguiremos expuestos a la manipulación de los regentes y su codicia.