No cabe dudas de que en el Fondo Monetario Internacional (FMI) han realizado un gran trabajo de imagen pública durante las últimas dos décadas.
Hoy se les ve como agentes estabilizadores del orden económico internacional, salvadores de los gobiernos en apuros financieros y siempre como buenos garantes para el cobro de las acreencias del gran capital.
Sin embargo, hace menos de cinco lustros los pueblos del tercer mundo, ahora llamados "países emergentes", padecieron el acoso de aquellos cobradores compulsivos que sembraron el terror financiero por doquier, imponiendo duras condicionalidades a los gobiernos deudores de los grandes prestamistas internacionales.
No olvidemos lo ocurrido aquí en abril de 1984, cuando el apretón de la correa fondomonetarista obligó al gobierno de Jorge Blanco (PRD) a fuertes medidas antipopulares que provocaron acontecimientos de triste recordación.
De aquellos ruinosos tiempos recuerdo las grandes manifestaciones públicas y marchas callejeras en repudio a los acuerdos antinacionales de los gobiernos de turno con el FMI.
Falso o verdadero, recuerdo también una anécdota jocosa sobre el presidente Balaguer.
Eran los días finales de la llamada década perdida, en medio de unas difíciles negociaciones económicas con el FMI. En un momento determinado, se asoma a la puerta del despacho el asistente personal del presidente y le anuncia que afuera están esperando para entrar "la gente del Fondo". A seguidas, en actitud diligente, al percatarse de la forma desgarbada en que el presidente llevaba ajustados sus pantalones con la correa casi a la altura del pecho, se acerca y le susurra al oído, "Presidente, tiene que bajarse los pantalones"; a lo que el doctor responde, entre sorprendido y molesto, "Carajo… ¿pero es que le debemos tanto?"
¡Ojo al Cristo! No importa cuanto haya modificado el lobo su manera de tratar a la presa, siempre terminará actuando en función de su propia naturaleza.