Aunque la forma como fue sometido el nuevo paquete de impuestos conocido esta semana tomó por sorpresa a mucha gente, la verdad es que esto se veía venir. Muy a pesar de la resistencia, atribuida a razones políticas, y las reiteradas promesas de funcionarios públicos en el sentido de que no habría reforma tributaria, el Gobierno estaba obligado a hacer lo que dijera el FMI.

El limbo en que se encuentra el Acuerdo con el Fondo ha durado demasiado tiempo, y prolongarlo mucho ya no era opción, porque tanto la ejecución del presupuesto público como la balanza de pagos están a merced de ingresos de capitales previstos, como desembolsos del propio FMI y otros organismos multilaterales, así como de la colocación de bonos soberanos, que habrían sido imposibles sin el acuerdo. Y después de tanta complacencia de esa institución con los reiterados incumplimientos del Gobierno, ahora parece haber adoptado una posición más rígida en dos aspectos: había que subir la tarifa eléctrica e incrementar los impuestos.

La razón se origina en dos aspectos: los ingresos fiscales no han estado fluyendo conforme a las proyecciones que se habían formulado, y un gobierno caracterizado por el derroche en el manejo de los recursos públicos, acostumbrado a una opulencia de reino saudita, era impensable que realizara el ajuste por medio del gasto.

Lo de que los ingresos fiscales han estado por debajo de lo previsto parece tener dos explicaciones: la primera, que para cuadrar las cifras con la idea de complacer al mismo Fondo y poder firmar la anterior Carta de Intenciones, se hizo una proyección de ingresos demasiado optimista, a sabiendas de que sería difícil alcanzarlos. Y la segunda, que la economía no está creciendo al ritmo como se previó, y el propio Gobierno se ve obligado a deprimirla más, pues con una moneda muy sobrevaluada y un déficit comercial poco manejable, podía írsele de las manos la tasa de cambio. Pero entonces esas políticas restrictivas debilita más los ingresos fiscales.

Los datos dicen que los ingresos corrientes del gobierno crecen a un ritmo anual de 8.9%. Y mucho es, pues los reportes de ventas que hacen las empresas a la DGII muestran un incremento anual cercano al 6% a precios corrientes, lo que se convierte en crecimiento inferior a cero si se descuenta la inflación, lo que no parece concordar mucho con los datos de crecimiento real de la economía. En estas condiciones, un 8.9% de aumento podría parecer muy satisfactorio, de no ser porque se había proyectado que crecieran a más de 16%.

Aunque los primeros datos publicados por el Ministerio de Hacienda parecían indicar que los gastos del gobierno, particularmente en subsidios, se habían reducido algo, eso queda desmentido por lo que acaba de publicar el Banco Central en su informe preliminar, de modo que el déficit fiscal, en vez de disminuir como se preveía, lo que hace es aumentar.

Y la solución que ha encontrado el gobierno y el FMI es que hay que aumentar los impuestos. Ciertamente, cuando los datos indican que la carga tributaria está bajando, es entendible que se quieran tomar decisiones de este tipo, pero mientras se mantenga esta cultura de preparar y divulgar estadísticas, la carga tributaria siempre tenderá a la baja, porque la misma resulta del cociente entre dos números: los ingresos recaudados y el valor del PIB, el primero de los cuales es un datos muy concreto, que no se puede maquillar.

Los paquetes impositivos son siempre impopulares. Algunos de los impuestos sometidos lucen racionales, aunque habría que ver la efectividad con que se puedan administrar. El que más problema parece generar, por su impacto económico,  es el que grava los activos financieros de la banca, porque se va a trasladar a los usuarios de los servicios financieros, a elevar el margen de intermediación y afectar los costos productivos, con lo que impactará negativamente la competitividad de la economía.