Sin llegar a ser Don Quijote, todas y todos en un momento u otro tenemos nuestros combates con la locura. La ansiedad y el sufrimiento son tan naturales para nosotros como la serenidad y la alegría. Las enfermedades que sufrimos son tan múltiples y variadas que es mejor concebirlas como un continuo de variación perpetua. Pero etiquetarlas conviene para por lo menos uno saber del mal que va a morir o donde buscar la posibilidad de curación.
Los trastornos mentales constituyen un mal que padecemos todas y todos, de menor a mayor grado. Entre los más agudos, encontramos la sicosis que incluye delirios y alucinaciones que implican una ruptura peligrosa con la realidad cotidiana. Entre las menos severas, tenemos el “simple” cambio de humor diario que va desde la depresión leve a la euforia emocional que son posible manipular o automedicar con estimulantes o depresores. A estos fenómenos neurológicos se suman los efectos mentales de los perennes embates del deseo, la impotencia, la fantasía y la esperanza, todo el repertorio dinámico de nuestra experiencia humana.
“Neuroticismo” es como llaman los especialistas a la tendencia a experimentar emociones frecuentemente negativas e intensas en respuesta a varias fuentes de estrés. Entre estas emociones negativas, que incluyen el miedo, irritabilidad, ira y tristeza, se destacan la ansiedad y el exagerado humor depresivo derivados de nuestra incapacidad para manejar la sobrecarga sensorial y confrontar rutinariamente eventos y desafíos imprevistos. El neurótico ansioso percibe el mundo como un lugar peligroso y amenazador. Tiende a enfocarse en la crítica aguda, ya sea autogenerada o producida por otros, así confirmando un sentido general de insuficiencia y percepciones de falta de control.
Una neurosis particular que vale la pena explorar es la neurosis exhibicionista. Se trata del impulso incontrolable de mostrar la ansiedad, miedo o estrés que sentimos a todo el mundo. Conozco a alguien en mi barrio, por ejemplo, que acostumbra a simular que toma una llamada mientras refunfuña frases como “me voy en el próximo vuelo para Miami; estoy harto de esta ciudad de mierda.” En esa fuga inmediata ya lleva cuatro años. La neurosis exhibicionista más estudiada ha sido, por supuesto, la del paciente masculino que muestra sus órganos sexuales a extraños (típicamente mujeres y niñas) para alcanzar la excitación sexual. La registración audiovisual del objeto de deseo o la simulación del acto provee al paciente neurótico un goce, cierto grado de excitación o satisfacción. Pero la función fundamental del exhibicionismo es posibilitar el aliviamiento de la sensación de angustia y frustración ante la inaccesibilidad del cuerpo del otro.
Una variante de la neurosis exhibicionista sería el caso del paciente que se presenta a la clínica con toda la calma y cortesía del mundo pidiendo que lo internen porque, según él, un dolor de encías lo está matando. Aunque la sensación carezca de una fuente real (las encías no experimentan ningún trauma físico), se trata de una condición terrible por la intensidad de la angustia mental. Por lo tanto, los neuróticos inventan dolores sin base física pero sí causantes de mucho estrés emocional.
Otro ejemplo es la que pude observar un día en un café en el centro neoyorquino. Al lado de mi mesa transcurría una conversación en la cual un joven explicaba a su amiga la ansiedad que le causaba el no recibir likes al colgar en su muro de Facebook tanto cool stuff, al contrario de los estúpidos posts de otros que reciben cientos y miles de likes. Entre otras cosas, me conmovió la paciencia comprensiva de la amiga que escuchaba la angustiada diatriba del joven frustrado. El hedonista en mi se preguntaba, ¿cómo, en uno de esos sábados matutinos que Nueva York te premia con su belleza accidental y acompañado de una amiga simpática y amable se pone a pensar en eso? ¿Cómo en ese momento se puede tragar la angustia a este joven? En ese instante recordé una frase de Thoreau en Walden: “la gran masa de los hombres lleva vidas de callada desesperación”.
¡Bueno, quizás no tan callada! Ahora las redes sociales cambian el carácter de la experiencia individual y aceleran la trasmutación del dolor privado a dolor compartido. Al enunciado de “lloré; me dio rabia; sentí orgullo y miedo a la vez” que aparece cada vez que muere un Maradona, un icono o una figura mediática habría que añadirle el complemento circunstancial de “ante, por y con todos ustedes”. Las redes sociales son vehículos de maravillosos intercambios individuales y colectivos, pero también son escenarios de nuestros peores problemas sociológicos y psíquicos y donde disfrazamos nuestros gritos por ayuda.
Conozco a un finlandés que diariamente documenta por las redes sus más elaboradas y confusas transformaciones, por ejemplo, de vikingo nórdico a aficionado de los Dallas Cowboys a budista hindú y de budista hindú a rastafari jamaiquino. Otro ejemplo interesante es el de un decano de una universidad que acostumbra a publicar fotos de su pantalla de computadora rodeada de varios libros. La pantalla contiene al margen de su perfil académico un autorretrato suyo con la mirada puesta en uno. ¿Estamos ante un simple juego conceptual, una invitación a explorar un misterio o quizás se trata de un ego autorreferente inmaduro de un Narciso intelectual? ¡Con qué facilidad nos hamaca el triplete de inmadurez, narcisismo y vanidad!
Mientras que el exhibicionista típico nos somete a muestras incesantes de sus mutaciones enigmáticas, utilizando su cuerpo, el neurótico cultural irrumpe en nuestros respectivos campos visuales con las suyas que giran en torno a la reproducción o puesta en escena de sus objetos, ideas, emociones o experiencias más intensas: su peregrinaje a la tumba de Joyce en Zúrich, sus paseos por Copenhague en bici, su gato echando la siesta en su biblioteca o sus lecturas de una ecléctica autora japonesa. El agente cultural no es el paciente prototípico, pero al tratarse de un sujeto de comunicación relevante, su particular condición nos importa por los excesos, riesgos y peligros de la producción cultural y la vulnerabilidad a la cual nos expone el trabajo intelectual.
Un caso paradigmático es el del agente cultural que utiliza las redes sociales y otros medios exclusivamente para expresar la causa de su mayor tormento: “el mal cultural que azota a las y los ciudadanos de su pueblo.” En su muro abundan comentarios que remiten a emociones e ideas negativas, la mayoría de las cuales están obsesionadas con lo incapaz o pobre que es el ciudadano medio como sujeto social, cada uno, excepto los dos o tres miembros de su panteón personal, los únicos que se salvan de su evaluación severa. Recuerdo a ver leído varios posts durante los primeros meses del asedio del Covid-19 en el cual los autores coincidían en condenar con brío satírico a toda una población porque en su barrio la gente hacía caso omiso al protocolo oficial de cuarentena. En los momentos de depresión del neurótico exhibicionista, cada persona se convierte en objeto de su ennui, estimulando su dura campaña contra la ignorancia, la mediocridad o la vanidad.
Varios especialistas enfatizan que los neuróticos experimentan fuertes emociones negativas con frecuencia y que tienden a evaluar estas mismas experiencias como aversivas. Pequeñas molestias diarias se convierten en crisis de proporciones trágicas. Como resultado, es más probable que tales individuos prefieran la evasión o la transferencia para manejar sus experiencias emocionales y dichas estrategias evitativas a su vez aumentan paradójicamente la frecuencia e intensidad de las emociones negativas. Agréguese a todo esto las formas en que las redes sociales ahora amplifican nuestras ansiedades para aumentar el uso y nuestra dependencia de sus aparatos y aplicaciones. Parte de nuestra fascinación con estos individuos tiene que ver con sus demostraciones de imaginación y pasión, pero lo primordial es aprender qué es exactamente que los arrastra hacia el conflicto sin fin con sus entornos.
*Este texto es un fragmento de un ensayo extenso publicado en la revista digital La Sílaba.