Pasa siempre. Está uno dándole de comer a los tiburones cuando rompe el teléfono una, cuatro largas veces hasta que la grabadora responde en un tono que llamantes anteriores han definido como seco y aburrido. El mensaje es de una de mis hermanas. Menciona el cumpleaños de mi sobrino y no me he pronunciado con felicitaciones. Se me ocurre que el niño tiene qué sé yo, siete años y no habla español, no habla inglés. Habla holandés. Detrás del mensaje existe una intención, buena en el fondo. Imagino lo justo: la madre empujando al imberbe hacia el aparato con una mano y en la otra, un portarretrato. En esa foto ella tiene los ojos chuecos y una sonrisa de dientes; los brazos cerrándose en mi cintura, buscando proteger o ser protegida. El niño balbuceará dos cosas antes de volver a pasar el teléfono a la madre, abandonándola en el centro de la histeria.
El mensaje: la Navidad se acerca y en Holanda el invierno se declara temprano. “Imagínate que empezó a nevar el mismo primero de diciembre; es como si el cielo quisiera dejar bien claras las cosas”. El horizonte Caribe comienza a enrojecer de tiburones. Bestias interesantes; tienen un decisivo sistema de dientes-encías-mandíbulas. Dejo caer el último pedazo de carne y lo ignoran; dibujan una estela de sangre y luego regresan virados, cerrando las fauces de tal manera que el agua salpica. Me seco las manos y vuelvo a activar la máquina para escuchar las estridencias de mi hermana, las dos palabras que intenta escupir el infante. Desde mi balcón un globo rojo naranja muerde la panza del océano. Mi hermana repite que en Den Haag ya está haciendo un frío que promete craquear en dos la ciudad. Pronostican la peor nevada en décadas. Tanto los turistas como los caribeños ausentes sueñan con este clima navideño y toneles de cerveza exagerándose en las calles. Estoy en el Caribe y debería estar radiante. Así nos imaginan en Europa: una comparsa a la deriva, jardín sedoso negando ancla; ron y mujeres y merengue y estupefacientes. Los tiburones apresan la carne con cadenas de incisivos que se deslizan a través de las mandíbulas, sierran con movimientos laterales para cantear el trozo y luego glup. Mi hermana no puede creer que me haya olvidado del cumple. “Te mandé un mensaje por Facebook”. Lo dice como si el mundo fuese a acabarse, con la certeza. Los tiburones huelen la sangre y el sol termina por hundirse. Aquí será Navidad y el calor y la humedad no darán chance.
Vuelvo a poner el dedo en la tecla por tercera vez y decido devolver. Marco el número con parsimonia, escucho un timbre largo y me pongo el móvil al lado del corazón. Una voz alterada clama “Aló” un buen par de veces, pero la sinvergüencería vence al miedo y cancelo la llamada.
Lanzo el teléfono a los tiburones.